viernes, 4 de enero de 2019

"Do you remember when we were in Africa?" -Wild Child-


Primero  Moja

La primera impresión que tuve cuando llegué a Mombasa fue la de una ciudad en el vértigo del momento antes de caerse de boca. El milisegundo en que se sabe que la caída dejará heridas ardientes, pero que no se puede evitar porque pareciera que todo pasara en cámara lenta. El cuerpo no puede escapar de ese orden temporal. Se resigna a la caída mientras se ven las calles con sus edificios mutantes que se inclinan y se vuelven color sepia. En ese momento estático antes del derrumbe aparece el olor a polvo, que no es más que la imaginación del olor del polvo que se levantará después del estrépito. Todo el tiempo en Mombasa se mastican granitos de tierra porque todo el tiempo alguien está cayendo en silencio.
Después me empecé a fijar en cosas que sabía que luego de algunos días la vista se me iba a acostumbrar: las patentes amarillas de los autos con cifras largas que no cabían en una sola línea, entonces los últimos dos números estaban escritos abajo dejando un espacio libre desproporcionado; los techos de agave que por lo general eran de bares con nombres caribeños; los anuncios publicitarios de antimosquitos y malaria; muros pintados con colores primarios y que debajo de la primera mano se notaba que nadie se había molestado en sacudir el polvo incrustado en el adobe. 
Del aeropuerto de Mombasa al albergue nos llevó un furgón. El asiento del chofer está a la izquierda como buena herencia de la dominación británica. Éramos 9 personas, todos italianos, menos yo. Del tipo de personas que viajan mucho, pero que al regresar llegan igual a como eran antes, sin ninguna impresión particular, del tipo de personas que a la pregunta ¿cómo estuvo el viaje? responden simplemente bellissimo. 
Mientras iba mirando pegada por la ventana esta ciudad como ola levantándose antes de reventar, el páter familia, Ma, ingeniero milanés jubilado, recrimina a su hijo Be por no haber venido mejor vestido, apréndele a tu hermano Ri. Be dice que no le importa, que total estamos en África y que incluso está mejor vestidos que los africanos. Me vienen unas ganas rabiosas de pellizcarlo, pero me aguanto. En tanto Pa, la esposa de Ma que siempre sabe decir lo correcto en el momento correcto y ríe de los chistes moderados y hace como que no escucha cuando estos son más bizarros, empieza a comentar la última función de Mary Poppins en Milán, qué linda que estuvo, no me pienso perder el estreno de La Cenicienta sobre hielo, la próxima vez tenemos que ir todos juntos y después vamos a cenar a ese restaurante nuevo que se puso al frente del teatro, escucho decir mientras afuera veo gente caminando en la orilla de la carretera, algunos a pata pelada, otros con carritos gigantes de sacos inmundos, mujeres llevando en la espalda a bebés con la cabeza colgando, hombres golpeando nuestras ventanillas para vendernos bebida. De pronto todo lo que no tenga que ver con este paisaje me parece ridículo. Me da rabia recordar otras cosas. Una rabia de esas que vienen cuando se despierta con los monos después de una siesta. Mary Poppins weona, pienso. Pero después me convenzo de que a pesar de que se viaje a los lugares más recónditos, insistiremos en portarnos nuestro pequeño mundo a cuestas y aferrarnos a él. 
En vez de perros en Kenia hay cabras quiltras. Se echan a dormir afuera de restaurantes, algunas están amarradas a una rama afuera de una choza, otras caminan apuradas por la calle, sobrepasando a las señoras con paso cansino.
Me dormí sin darme cuenta y cuando me desperté empecé a fijarme en el pavimento para ver si había alguna serpiente atropellada. Ya empezaban a divisarse turistas blancos y los primeros negocios hechos para ellos. En una moto vi a un viejo guatón pálido agarrándose de un joven keniano; en otra, a una pareja que mientras se apretaban al chofer iban haciéndose una selfie. Motos con hasta cinco personas, motos estacionadas y encima sus conductores durmiendo la siesta mientras esperaban turistas incautos.  En el hotel nos recibió un hombre disfrazadovestido de Masai y luego llegó la administradora que era una italiana cincuentona, bronceada, rubia y seguramente muy fumadora.  
El hotel tenía piscina, vista al mar, buffet abierto, un ambiente protegido del caos de afuera. Una vitrina perfecta para el turista europeo. Salimos con Ma, Be y Ri del que sería nuestro hábitat por 4 días. Llegamos a una choza frente al mar donde vivían unos pescadores. Nos llevó un joven pequeño y con voz de persona que fuma mucha marihuana. Se nos pegó en los primeros 10 metros que salimos del hotel. Se hacía llamar Piccolo Pesce y hablaba de sí mismo en tercera persona. Piccolo Pesce te puede hacer una pulsera muy linda con tu nombre. Piccolo Pesce te va a llevar a un restaurante muy bueno. Piccolo Pesce aprendió a hablar italiano en la calle. A los otros parecía que les molestara su presencia, pero a mí me divertía muchísimo porque realmente parecía un pequeño pez aturdido. 
A propósito del viaje, me había puesto a leer “A wheat of grain”, una novela de Ngugi wa Thiongo. Trata sobre los años de la emancipación de Kenia de la dominación inglesa y especialmente de Mugo, un tipo huraño que no quiere tener nada que ver con nadie, lo único que desea es ser dejado en paz, pero su aislamiento es interpretado por sus vecinos como un signo de superioridad casi divina, a tal punto que lo presionan para que sea el líder del movimiento después de la muerte de Kihika, una especie de Cristo que se sacrificó por la causa del pueblo y terminó siendo colgado de un árbol por la guardia británica. Me encantaba que se abordara la soledad en un momento histórico en el que se suele poner el énfasis en la comunidad; que se pusiera atención a los pequeños sucesos más que a las grandes hazañas, y sobre todo, que se mostraran las razones que motivaban a los personajes más despreciables, de modo que nadie resultaba ser completamente malo ni completamente virtuoso. Nada que ver con la horrible novela de la Karen Blixen, “Memorias de África”, que me recomendó Pa antes de viajar. Pocas veces me pasa de dejar un libro a la mitad, pero con este aguanté solo 30 páginas y después no pude más de rabia. Debieran hacerlo leer como ejemplo elocuente de etnocentrismo. A Pa le encantaba, seguramente porque hablaba de la hermosura del paisaje, de lo fascinante y gentiles que eran las personas y cabezas de pescado por el estilo. 
En el restaurante de la playa que en verdad era la casa de uno de los pescadores, habían 5 tipos pasando el rato y una mujer. Todos los presentes empezaron a darles una cara a los personajes de “A wheat of grain”, entonces el anfitrión era Kihika, el cocinero Gikongo, uno que se mantenía aparte era Karanja y la chica no podía ser otra si no que Mumbi. Ella se sabe bella, entonces no habla mucho porque goza ver las reacciones de Gikongo y Karanja que suscita su presencia. Todos hablan como en clave porque están tramando la resistencia y a nosotros nos tratan como si fuéramos espías enviados por John Thompson. De pronto Ma me pregunta si estoy bien, porque me ve silenciosa y me gustaría contar este rollo mío, pero no sé cómo decírselo y sé que no me entendería porque no le interesaría, así que respondo simplemente que está todo bien. Entonces, mientras se pone a hablar de cuánto costaría comprarse una casa en Watamu, Piccolo Pesce que se había quedado en un ángulo como en pausa, empieza a cantar una canción en swahili y a explicar las frases sin que nadie se lo hubiera pedido.  


Segundo Mbili

El segundo día me desperté a las 4 de la mañana con un rayo de sol en la frente. Había una sustancia espesa de inercia, como si todo el sopor de los huéspedes se hubiera condensado en gruesas gotas tibias. Desde el hotel se veía la baja marea. Parecía que en cualquier momento el mar iba a venir hacia la costa arrasando con todo. Me volvió la sensación del amanecer en el terremoto del 2010. Un vacío en el estómago, un escalofrío. Pero la gran ola parecía retardarse y dejar todo en un presente interminable. Una vez más me vino la imagen de un cuerpo robusto inclinándose en cámara lenta antes de derrumbarse. A lo lejos se veía una antorcha de alguien que iba caminando hacia el mar. Imaginé que podía ser Kihika, el anfitrión, yendo a pescar las langostas del día. Imaginé que mientras sentía la arena húmeda entre sus dedos estaba diciéndose en voz baja que uno de estos días tendría que escapar. Que seguramente los hombres de John Thompson ya lo estaban buscando para colgarlo. Y en silencio se despedía de todo, también con un vacío en el estómago. 
A las 9 am Kihika nos estaba esperando afuera del hotel en un furgón para llevarnos a una playa. El día anterior le había prometido a Ma que nos tendría un barco para ir a la isla Waka-waka, donde almorzaríamos, bucearíamos y nos traería de vuelta. Ma no le creía mucho, pero ahí estaba Kihika, que en verdad se hacía llamar Fabio, esperándonos para partir. Era raro que se llamara Fabio y cuando se lo pregunté como 3 veces siempre me respondía sonriendo que ese era su nombre verdadero. Sin insistir más le pregunté por su vida. Me contó que cuando iba al colegio dejó embarazada a una compañera. Por eso tuvo problemas judiciales, pero ahora vive con su hijo que ahora tiene 10 años y su actual novia. Me lo decía todo sonriendo fijamente como con los ojos irritados después de haber estado mucho rato bajo una lluvia turbia. Me miente porque soy turista y sabe que los turistas esperan ver lo que quieren ver. Sabe que no quieren gastar energías en comprender menudencias que excedan el plan del viaje, entonces para ahorrarme el engorro me italianiza hasta su nombre porque cree que el verdadero, en swahili, lo olvidaré al cabo de unas horas. Dudé incluso de la frase “hakuna matata” que decían a cada rato a nosotros turistas blancos: ¿la dicen porque piensan que la relacionaríamos con el Rey León y nos daría gracia, lo que se traduciría en más propinas, o realmente la usaban entre ellos en la intimidad de sus días? ¿y la canción que cantaba Piccolo Pesce que ahora tarareaba el chofer del furgón no era como una suerte de “Oh sole mio” o “La macarena”, canciones que se pretenden inculcar a la fuerza para caracterizar un lugar y convertirlo en un símbolo? Me acuerdo cuando vi Coco y la tatarabuela en el mundo de los muertos se pone a cantar “La llorona” de la Chavela Vargas, a pito de nada. Se lo comenté a Pa, pero a lo mejor encontrándome antipática, no me respondió. 
KihikaFabio nos dijo que el barco tenía el piso de vidrio así podíamos ver los peces en el fondo marino. Cuando nos embarcamos, Da que es el yerno de Ma, un gerente de un banco y coleccionista de pinturas -aunque ni siquiera es capaz de decir por qué le gusta una, pero no duda en resaltar el precio que pagó por ella-, se mofa diciendo que no es más que un pequeño cuadrado de vidrio sucio. Se burla en frente de KihikaFabio y yo me siento terriblemente incómoda pensando que podría haberse sentido humillado. Hizo lo mismo cuando una camarera del hotel se equivocó de plato. Se lo devolvió con cara  de asco. Así aprende, dijo. Por cada persona menoscabada siento simpatía y trato de demostrársela de formas que terminan siendo muy ingenuas, así como cuando la hija de un rey malo intenta ser cordial con sus súbditos pero al mismo tiempo cree ciegamente que su padre es justo. Me siento ridícula intentando demostrar mi simpatía con gestos tan imperceptibles como una sonrisa, un agradecimiento, una respuesta afable, porque se me delata un buenismo lastimero que termina por reconocer la condición asimétrica entre ellos y nosotros turistas. Como un sobajeo de hombro que no cambia en nada el orden de las cosas, que solo evidencia la lástima del privilegiado por quién no lo es. Por otra parte parecen no percibir esos fútiles gestos, porque tal vez ni caben dentro de sus conceptos de gentileza. No sé ni siquiera si se sienten ofendidos por la prepotencia europea o si se ríen de ellos por ser unos pequeños seres egocéntricos. Entre ellos solo se miran con una sonrisa cómplice y callan.
Me tiro al mar desde el techo de la barca y mientras miro los corales del fondo marino pienso en los pequeños hábitos que conformaban mi vida en Chile y que la hacían entrañable de una forma que no he podido recuperar más desde que me fui. Pequeños hábitos a los que la gente que he conocido en estos últimos años es insensible y en esa incomprensión todo mi pasado termina por anularse y quedarse dormido en un fondo brumoso. Pero está ahí, agazapado. Nado un poco más y veo una morena saliendo de su roca con la boca abierta. Se engulle un pequeño pez y vuelve a su cueva. 
Llegamos a la isla Waka-waka que en swahili significa quema-quema. Otra vez pensé: nombre puesto de adrede para los turistas. Y en efecto, al rato estaba tarareando “porque esto es África”. 
Bajo el techo de agave había una mesa larga y al medio una enorme olla con arroz blanco. A los costados habían telas con motivos africanos. Cuando me acerco leo en la etiqueta: Made in China. Más allá un hombre viejo y flaco asaba muchos trozos de barracuda. Invita a los turistas a sacarse fotos con él, haciendo como que están cocinando. No sé quién me empujó, pero sin darme cuenta me vi posando para una foto junto al señor. Atiné a tomarlo del hombro y pensando que él apoyaría la suya en mi cintura, simplemente alzó su mano para evitar cualquier contacto. 
Mientras comíamos unos hombres se instalan al centro con unos instrumentos musicales autóctonos. Empiezan a tocar una melodía repetitiva y en eso irrumpen unas mujeres y un hombre vestidos en trapos. Se ponen a bailar en círculos mientras el tipo canta a todo pulmón. Cuando se para las mujeres gritan agudamente moviendo la lengua. Todo esto hecho como con aburrimiento, cansados de haber repetido cada día la misma rutina circense. Los comensales, casi todos italianos, buscaban con prisa sus celulares para grabar el rito pintoresco. Pienso en los personajes combatientes por la liberación de “A wheat of grain” y me pregunto qué pensarían de este espectáculo. Yo si fuera Kihika con los ojos de ahora diría: vergüenza por haber luchado por una dignidad y haber terminado mostrándonos a los blancos como en un zoológico; rabia por estar atados al mercado del turismo y no tener otra alternativa. Se lo digo a Be y cree que exagero. Están bien haciendo esto, me dice, no les importa. 
Y me quedo pensando que la gente en Wallmapu no se mostraría así solo para complacer un puñado de turistas. No hay vitrinas ni espectáculos, mucho menos tiendas de souvenir made in china, porque los hábitos que componen sus vidas son todavía auténticos y no necesitan ser expuestos aún en museos como muestras fosilizadas de formas de vida ya caducadas. Las cosas suceden aún con la normalidad de las sociedades vivas, y sobre todo, viva también sigue la resistencia a la dominación material y simbólica de quien insiste en ajustar todas las identidades a un mismo modelo de productividad. En cambio aquí la resistencia murió y queda solo resignarse a repetir el esqueleto de una vida que ya fue. Y entonces Be a simple vista podría tener razón: no les importa. 
 Dos mujeres van directamente hacia mí y Be y nos toman de los codos. Nos arrastran sin alternativa y nos ponen sus mismas vestimentas. Corremos en círculo como jugando a la pinta, saltamos, bailamos y cuando la música paraba, el tipo hacía un discurso en el que se ponía a hacer sonidos de animales de la selva. Tuve que aguantarme el ataque de risa y si revisan las fotos de ese momento verán que parezco la turista más entusiasta de todas.


Tercero Tatu

Ya con tres días en Kenia puedo concluir:
1.- Cuando se viaja a un lugar muy diferente del que vivimos empiezan a llamarnos la atención algunas cosas más que otras. Lo que nos llama la atención no es algo al azar, no basta solamente su novedad. Nos detenemos en ese preciso evento porque activa algo en nosotros. Y eso que se nos activa revela quiénes somos, o para decirlo más rebuscadamente, los rasgos que nos constituyen.
Me explico mejor: para Be parecía que la cosa más insólita era el modo en que la gente ocupaba su tiempo. Le encantaba decir como con voz de pronóstico sociológico cuánto eran lentos e ineficientes. Mira cómo duermen esos tipos sobre sus motos, mira cómo esos otros están sentados sin hacer nada, parece que su ocupación es esperar. Sus compatriotas italianos asentían y agregaban que de todas formas la comida no era tan mala como se esperaban. Como los conozco, sé que la eficiencia y la comida son puntos centrales de sus vidas y pueden hablar horas y horas sobre eso con todo el entusiasmo del mundo. En cambio, para mí que crecí en una familia que en las sobremesas se hablaba sobre los sueños que habíamos tenido en la semana, para mí que la bondad de la comida depende del entusiasmo del momento y no tanto de su calidad gastronómica, no me podía importar menos cómo la gente local gastaba su tiempo. 
Lo que en mí se despertaba, sin embargo, eran cosas que ellos no podrían haber notado porque no hacen parte de su mundo como lo hacen del mío. La primera cosa era la forma en que la gente se expresaba: como si nada fuera urgente. Hablaban con la incerteza de quién ni siquiera está seguro de estar diciendo la verdad. Y casi todos tenían la voz como de agua evaporada, no puedo decirlo de otra forma. También me daba curiosidad saber si algunos comportamientos desdeñosos de los turistas les ofendían, si había algún rencor o cuanto menos un pacto tácito contra el europeo. Me lo hacía sospechar las sonrisitas cómplice que entre ellos se daban, como diciendo “cayó”. Solo a mí podrían habérseme activado estas observaciones, estos puntos sensibles que hablan de quién soy. Entre las personas que viajaban conmigo solo yo podía empatizar con la pena o rabia de quien siente sus hábitos menospreciados, de quien ve que sus pequeños y queridos actos que componen su intimidad no valen mucho, porque son minúsculos y sencillos, porque no necesitan de ostentación para seguir siendo bellos ¿Qué podrían saber Ma, Be, Ri, Da, Pa y Chi de lo conmovedor que es ver el mar a las seis de la tarde desde la ventana del tren? ¿Qué podrían saber del olor a pan tostado luego de una jornada extenuante? ¿o del destellar de una ventana de un cerro a otro? 
2.- Hay que asumir que no siempre nuestras intuiciones son reales, por más intensas que se nos aparezcan. Me sentía pasada a llevar cada vez que los europeos ninguneaban las formas de vivir de los kenianos, cada vez que decían que vivían atrasados, que ni siquiera conocían el concepto del trabajo, del dinero, de la productividad. Me atribuía su tristeza, la sentía mía porque en parte lo era. Y creía que indagando en esa tristeza podría acercarme a ellos, hacerles entender que los entendía. Pero parece que a ellos tampoco les importaba tanto estas sutilezas. Caí en la misma trampa que mis compañeros de viaje: explicar la realidad con conceptos que creíamos verdaderos, cuando en realidad no significaban nada fuera de nuestro pequeño mundo. 
3.- Me siento mal siendo servida. No puedo con el pudor de ser turista. 
4.- Kenia es un pueblo de grandes saludadores. Cada vez que pasábamos en auto por un pueblito, de las casuchas salían todos sus habitantes gritando ciaooooo ciaooooo ciaooooo!!! No importaba qué estuvieran haciendo, dejaban todo botado para salir corriendo a saludarnos. Algunos se ponían a cantarnos la misma canción que Piccolo Pesce nos cantó el primer día ¡Djambo, djambo bwana, habari gani, mzuri sana! Ya a esas alturas había visto que se trataba de una canción del género “Hotel Pop”, o sea, canciones hechas intencionalmente para convertirse en grandes hits entre los turistas. En una nos detuvimos y de la ventana Da, el banquero, se puso a repartir lápices de mina. Niñas, niños y mamás con guaguas se empezaron a empujar por tener un par de lápices, se rompían la ropa, una mujer gorda botó al suelo a un niño chico mientras otro se le encaramaba por la espalda. Desde la ventanilla veía la piel transpirada de todos ellos y cómo les rebotaban las mejillas con cada empujón, mientras con los ojos saltones y una sonrisa inconsciente agarraban los lápices como si de eso dependiera la vida.
Pasamos por muchos otros pueblitos, todos llenos de entusiastas saludadores, hasta que llegamos a Marafa. Era como una especie de Gran Cañón y su tierra enrojecida me recordaba el suelo de los cerros de Viña hechos de relleno.
Por consiguiente, me recordaba a mi abuela que vive ahí, a punto de desbarrancarse por la quebrada roja, y sus exquisitos fideos aceitosos con carne, un sábado, una tarde soporífica. Nada tienen que ver Marafa con las quebradas de Viña, pero estoy contenta de haberles dado la ocasión de conjugarlas.
A lo lejos se veía una familia de monos. El más grande estaba sentado en posición pensante mientras a su lado otros dos se follaban. Habían también muchos niños chicos corriendo entre las quebradas rojas. Comentaban cosas de nosotros y se mataban de la risa. Me la contagiaban. Me habría quedado mirándolos más rato, tratando de distinguir cada una de sus personalidades, pero me tuve que quedar con la imagen de una masa indiferenciada de niños, uno igual al otro, porque desde el jeep me apuraban para irnos. La tarde empezaba a enrojecerse. 
Agarré el puesto de la ventana y apenas el jeep se puso en marcha me empecé a perder en la procesión de pueblitos y de grandes saludadores. Pero a medida que anochecía los saludadores dejaban de pescarnos y mostraban más interés por sus propias rutinas. Las mujeres iban y venían de los negocios de adobe, siempre pintados con colores primarios, siempre iluminados por una luz tenue. Adentro se distinguían mostradores llenos de detergentes, fideos, latas en conserva, dulces. Todo en desorden, todo increíblemente familiar. Los viejos sentados en la vereda, hablando lentamente, absortos en la contemplación de sus palabras mientras sorbeteaban un té. Un par de calles más allá y un grupo de hombres en una ceremonia solemne arreglando una moto. Niños jugando a tientas, pero con la seguridad de quien conoce bien los secretos del lugar y a cada contorno les asigna una personalidad propia. Entonces cuando se encienden los faroles de bajo voltaje, el almacén de la esquina es también un teatro antiguo que celebra una fiesta misteriosa y se propaga por todas las callejuelas con un cierto olor de dulce de soda. La casa pequeña es un bufón tímido y aquella más alejada es una madre planchando nostálgica mientras escucha el sonsonete de una radio vieja. Y la vereda es un feria en la que se cocinan tortas de barro para los paseantes felices. Al medio de la calle alguien canta una melodía oscura -Go down, Moses!- y mujeres árboles responden con voz ocre: let my people go! 
Nadie quiere perderse la hora de la fiesta misteriosa, piensan los niños. Yo tampoco habría querido perdérmela jamás. En mi barrio de niñez nadie tenía el corazón para perdérsela. Pero cuando volví después de años vi solo el cascarón de toda esa fantasía. En lugar de la calle de marfil había una de tierra golpeada por piedras y plásticos. Mi escuela que era gigante, resultó ser una triste casucha de lata mal clavada. Y mi casa, que tenía armarios mágicos desde donde llegaban a visitarme por sorpresa mi tía y mi prima, era una marca de humedad en el concreto de un edificio cayéndose a pedazos. La fiesta solo existió en mí como solo está existiendo en los ojos de esos niños que voy dejando atrás desde la ventanilla de este jeep. Y estamos seguros que este momento dura tanto, cuando en verdad pasa en cuestión de segundos, pero que son suficientes para hacernos atesorar su efecto precioso. 


Cuarto Nne

Con Be habíamos quedado de salir temprano a recorrer Malindi. Pero al final me atrasé leyendo “A grain of wheat” y él se impacientó y se fue solo. Sabía que si me quedaba esperándolo habría evitado lo que ya sabía que vendría después, pero medio por venganza medio por curiosidad decidí bajar sola a la playa y llegar hasta el fondo de la baja marea. 
Para llegar a la playa desde el hotel tenía que bajar por una escalera de piedra y al final del túnel el mar celeste reverberando. Muy de estructura de cuento fantástico donde la realidad se quiebra cuando se cae en un hoyo y se llega a otra dimensión. Muy de paraíso. El mar tibio me llegaba hasta debajo de las rodillas. Camino unos cuantos metros y dos tipos me empiezan a hablar, a ofrecer artesanías, a preguntarme cómo me llamo, si tengo novio, por qué no les compro una pulsera. No había nadie más alrededor y mi imaginación fatalista empezó a desencadenarse: ellos tratando de abrirme las piernas, pero como me resisto, me ahogan en los pocos centímetros de agua, me hunden la cabeza en la arena mientras me penetran analmente y yo recuerdo este mismo momento en que me estoy imaginando esto, recriminándome por haber venido sola, llamando telepáticamente a Be, valorando cada bocanada de aire que ya no puedo tener, pero todo termina con una cuchillada certera en el estómago y mi piel de gallina que suda por última vez.   
En eso sigo pensando cuando uno de los dos tipos me empieza a seguir. Caminaba a mi mismo paso pero alejado de mí. No me miraba. Me hablaba de cosas generales. Me indicaba el camino para llegar a la isla de las gaviotas. Algunas veces recogía animales marinos. Alzó una anguila que parecía un pepino, también una araña flácida de patas largas y peludas que se escondía en una concha. Me pasó una estrella marina que le decían el “pandoro”, un tipo de pan de pascua italiano. Tenía minúsculas patitas que se movían molecularmente en la palma de mi mano. Me acuerdo de haber sentido esa misma sensación por todo mi cuerpo la primera vez que tomé LSD. Habíamos avanzado ya varios metros y la playa se empezaba a ver chiquitita. Me hablaba de lo mucho que le gustaba vivir ahí, que no lo cambiaría por nada en el mundo. Todos amigos, hakuna matata. Le aproveché de preguntar por KihikaFabio, si también ellos eran amigos, pero no lo reconoció a la primera. Seguí describiéndolo y mencionando su nombre hasta que abrió sus ojos y dijo ¡ah, sí! ¡Katana! Y como que se arrepintió de haber dicho su verdadero nombre. Después le hablé de Piccolo Pesce y asintió con una sonrisa burlesca como quien es preguntado por un amigo retardado. La conversación era amena, como cuando se habla con un primo lejano que te está simpático. Pero aún trataba de imaginarme cómo terminaría todo ¿con la cabeza hundida en la arena mientras me cortan la carne o tomando el sol sobre una roca de la barrera coralina? 
En eso veo desde el hotel a Be gritándome y haciéndome señas. Con la mano le hago saber que estoy bien, pero parece que no me ve. Seguimos caminando pero a lo lejos siento que alguien chapotea en el mar y al girarme veo que Be está caminando hacia mí, furioso. Mientras se acerca no sé por qué me dan ganas de llorar y me empiezo a sentir terriblemente tonta. Cuando llega donde estamos nosotros, el tipo le dice hakuna matata amigo y Be responde hakuna matata un cazzo. Era como cuando llega un padre enojado a separar a su hija de las malas juntas. O como cuando niña me perdí en un carnaval, hipnotizada por los disfraces, queriendo ser parte del baile, dejar atrás mi aburrida vida anterior, y al encontrarme mi madre me agarró del pelo con tanta fuerza que aún conservo el pelón. 
Al fondo en el hotel veo una hilera de italianos viendo la escena, entre ellos la madre de Be. Se me salen las lágrimas y siento que la pena se me agranda más teniéndola en un día espléndido. Me siento huérfana. Mientras nos devolvíamos, Be me dijo que todos estaban preocupados porque se supo que esa misma mañana en Marafa, el lugar que habíamos ido ayer, había sido raptada una italiana que trabajaba para una ONG. Y cuando me vieron irme hacia el horizonte con el tipo se imaginaron lo peor.
Ya en el hotel sentía las miradas de todos como diciéndome “¡suelta! ¡irresponsable! ¡estúpida!” mientras escuchaban el briefing del safari del día siguiente. No imagino la cara que debía haber tenido para evitar romper en llanto, pero debía haber sido una cara de mierda, porque la madre de Be me preguntó ¿estás enojada? con el tono que lo hacía mi madre cuando sabía que lo estaba y le daba rabia que lo estuviera ¿Qué le podría haber respondido? Sí, estaba enojada, apenada, con esa pena adolescente que adormece la garganta, pero no sabía por qué la sentía tan fuerte. Como cuando se despotrica contra el sistema, aunque en este caso el sistema eran ellos, los europeos, pero también yo misma, y todo eso resultaba ser insoportablemente irritante. 
Pero del mismo modo cuando se es adolescente la pena vuela y al rato estábamos con Be en una moto yendo a Malindi. El conductor nos dejó al frente del mejor restaurante de la ciudad. Se trataba de un recinto amplio con techos de agave, como si fuera una gran ramada. Habían familias bien constituidas, hombres con divisas, secretarias, estudiantes. Y en la pared colgado el retrato de Uhuru Kenyatta. Un lugar de bien. Nos llenamos la guata con arroz, carne de cordero y tamarindo, mientras escuchábamos los gritos de las cabras y el motor de los autos. Afuera del restaurante se encontraba el Tribunal de Justicia, una enorme estructura custodiada por militares que se paseaban con escopetas y palos. Por un momento pensé sacarle una foto, pero me vinieron chispazos de recuerdos de un futuro en el que estaba encarcelada en Mombasa, hablando swahili, enloquecida, esperando la amnistía por haber profanado la imagen de la autoridad keniana. Algo así como en el “Expreso de Medianoche” donde el protagonista se queda 5 años preso en Turquía por intentar llevar hachís a Estados Unidos. Así que seguimos de largo y nos encontramos con la calle principal. Me recordaba a la del Belloto donde se agolpan los negocios locales de artesanías de mimbre, compañías telefónicas, pastelerías con tortas primitivas de gruesos biscochos y cremas colorinches, servicios fúnebres, con la diferencia que en en esta calle de Malindi, sin nombre ni semáforos, los ataúdes se mostraban en las vitrinas sin ninguna extrañeza, y adentro se podían ver más ataúdes verticales apoyados en las paredes. Eran de leña oscura y muy grandes. Me imaginé ahí dentro el cadáver de un campesino con las uñas largas y amarillas vestido con su mejor traje: uno ancho de color beige y sucio en las rodillas y mangas. Pero no quise seguir dando rienda suelta a mi imaginación escatológica, porque habría sido muy fácil caer en el vórtice de visiones de muerte en una ciudad donde se encontraba agazapada en cada esquina.
Entramos a una feria, también como la del Belloto, igual de polvorosa y caótica. Señoras que freían charqui de pescado, hombres trabajando el metal. 
Pero entre la muchedumbre aparece una mujer de la que todas las películas de fantasía se han inspirado para representar el mal. Cómo no fijarse en ella si caminaba leve, revestida por un poder macabro que nadie se atrevía mirar. Era como si todos los paisanos ya la conocieran y la dejaran tranquila en su órbita maléfica. El manto oscuro y su pelo ceniza alborotado se mecían como por un viento de desierto que solo existía a su alrededor, mientras avanzaba hacia un punto fijo con los ojos celestes sin pestañear. Menos mal que no me la encontré justo afuera de los servicios funerarios. 
El día lo terminamos acariciando serpientes en un museo de la ciudad. Habían unas que parecían mojones: gordas, cortas y cafés. Eran de las más mortíferas. Otras se camuflaban con las ramas de los árboles y eran muy flaquitas. El tipo que las mostraba se las ponía en la boca y luego las pasaba de mano en mano. Yo les tengo repulsión. No puedo entender que existan criaturas sintientes sin extremidades, o tal vez las tengan pero están atrapadas en esa estrecha piel escamosa y húmeda. Además nacen por huevos y todas las criaturas ovíparas me parecen marcianas. Y la idea de que tengan un olor particular me paraliza. Cuando me ofrecieron tomarla, los brazos no me respondían y sin insistirme, volvieron a poner la serpiente en su cajita llena de mierda líquida blanca. Le pregunté a Be si creía que yo sería una mejor persona si enfrentara el miedo de tocar una serpiente. Absolutamente, dijo. Entonces traté de parar la vibración de mi cerebro y pedí que me la pasaran. A los pocos centímetros de tocarla mi mano no podía seguir avanzando. Era como un error de fábrica del aire o como cuando en google maps no se puede seguir adelante porque no hay fotos disponibles del lugar. O sea era como un confín de la realidad que tuve que superar con un esfuerzo físico enorme. Tuve que romper las capas del aire espeso y de pronto ahí estaba la víbora, serpenteando en mi mano paralizada. Be estaba buscando el celular para sacarme una foto, pero cuando estaba a punto de disparar el flash la criatura marciana se empezó a mover viscosa y me puse a gritar histéricamente hasta que salió disparada en el aire. Hakuna matata, la voy a encontrar luego, dijo el domador de serpientes. 
Y así podría seguir enumerando un episodio tras otro, describiéndolos como creo que ocurrieron, tratando de darles sentido, aunque en verdad no haya ninguna historia de fondo o la capacidad inventiva de crearla. Solo la necesidad de compendiar unas memorias y una sensación bien particular de ellas que no quiero que se siga evanesciendo. 


Quinto Tano

A la entrada del hotel nos esperaba el que nos guiaría en el safari. Era un tipo gordo que le gustaba hacerse el simpático con chistes fomes. Del tipo: ¿por qué creen que nacen tantas guaguas en Kenia? Porque las familias no tienen tele! Se notaba que era un tipo mentiroso, incluso me recordaba a una prima lejana mitómana con la libido muy alta. Entonces para mí este señor se llamaba Francisca y era mitómano y caliente también él. Si hubiera sido un personaje de “A grain of wheat” seguramente habría sido uno de los delatores. 
La primera criatura que vimos fue un cocodrilo y otras de naturaleza humana que se sacaban fotos alrededor de él. Un solo movimiento equivocado y el cocodrilo en cuestión de segundos se los habría zampado sin esfuerzos. Todo por una foto de Instagram para decir mira, estuve ahí y que apenas tendría 30 me gusta. Prefería conformarme con las lagartijas tornasoles que deambulaban por los caminos como si fueran palomas o cualquier animal urbano. 
En eso me dieron unas ganas incontenibles de mear y me escondí entre los arbustos. Mientras sentía placenteramente vaciar mi vejiga me acordé de la historia que una vez me contó un amigo: su tía estaba en el campo chileno recogiendo zarzas y le vienen unas ganas locas de regar el pastizal con su urea. No hace más que bajarse los calzones cuando una lagartija infame se le mete por la vagina y destruyendo cada capa rosada de sus órganos, llega hasta el estómago a fuerza de escarbar con sus uñas y colmillos de reptil. Me recorre un estremecimiento y trato de apurarme para no correr la misma suerte o peor, porque las lagartijas de aquí seguramente me llegarían hasta los pulmones. 
El parque donde íbamos a hacer el safari era tan grande como la Lombardía o para entendernos mejor, como toda la quinta y sexta región.
Me da una sensación extraña pensar que un lugar tan vasto y natural tenga una puerta de entrada, torres de alta tensión, vallas y albergues con tenedor libre. Y ahí mismo los animales salvajes haciendo su vida, sin hacer caso a ese toque humano. Al atardecer había una manada de elefantes atravesando el camino y a lo lejos se veía una ciudad con industrias humeantes y un tren pasando por un puente.
Y debajo de unos cables del tendido eléctrico, un guepardo devorándose una cabeza de venado, diseccionada perfectamente, como si fuera una máscara de goma. Es como cuando jugaba a inventar caminos en el barrio de mi infancia hasta llegar al cerro y sentía que la aventura se desvanecía en cuanto veía un camino pavimentado. En el safari es lo mismo: se tiene la impresión de estar jugando a ser exploradores en tierras indómitas y se hacen esfuerzos exagerados para mantener esa ilusión, del tipo: vestirse con ropa color caqui, ponerse sombreros ridículos de excursionista, embetunarse de crema solar, colgarse al cuello gruesos binoculares, llevar cantimploras. Tal cual como hacen los gringos cuando visitan Sudamérica. Creen que están en medio de una excitante aventura, cuando en verdad esa excitante aventura es artificial, intervenida completamente por un mercado, por el plástico humano. Entonces, exigen que esas experiencias se parezcan lo más posible a su forma original y se sientem con el derecho de enojarse si no las consiguen porque están pagando por ellas. Por ahí se puede ver un safari que se acerca desmedidamente a un león jadeante y las cabezas asomadas con aparatosas máquinas, impacientes por obtener su preciado trofeo: la foto con la toma más salvaje.
¿Habrán habido pensadores marxistas que hablaran de lo burgués que es hacer un safari o de lo artificial que es hacerlo incluso si se pretende tener una experiencia natural? Me pongo a averiguarlo y lo primero que me sale cuando escribo en google “safari” es “safari (navegador) descargar gratis”.  


Sexto Sita 

Sita era el nombre de nuestra habitación, o sea, la número 6. Una pieza con olor a eucaliptus y a humedad. Olor afrodisiaco. De amor prohibido. Pero a Be no parecía darle ningún efecto, tal vez porque no guardaba ningún recuerdo ligado a ese olor, tal vez porque ese olor solo existe en las casas pobres de Chile.
La cosa más linda de este día fue ver el momento exacto en que unas niñas veían por primera vez el mar. Reían fascinadas cuando las olas se recogían y gritaban de pavor cuando reventaban en sus pies. Como cuando se acaricia una bestia salvaje demasiado bella e impredecible. 
Y más allá un grupo de amigos chapoteaban en el agua intentando aprender a nadar. Braceaban exageradamente mientras entre ellos se daban consejos sobre cómo mantenerse a flote y se mataban de la risa porque al final terminaban hundiéndose igual. Y me acordé de la ternura que me dan todas las personas que conozco que no saben andar en bicicleta en dos ruedas ni silbar. 


Saba Séptimo

No puedo decir que he visto la circunferencia de la tierra en el espacio exterior, pero sí que he visto cuando termina África y comienza Europa. Y entre medio de ese espacio miles de personas a la deriva. Esfuerzo la vista para distinguir algún punto negro desde el mar, pero el avión dice que estamos a 10.000 de altura volando a 859 km/h y que afuera hacen -55°. Una espesa capa de nubes negras se empiezan a formar justo cuando volamos sobre la bota itálica. Y en cuanto empezamos a atravesarla termino de leer el último capítulo de “A wheat of grain”. Una sincronía que no me propuse pero que acepto como signo de fin del viaje. 

domingo, 30 de julio de 2017

El cuento es que no hay nada que contar


Un tren extrañamente vacío en la hora punta. Mi asiento favorito libre esperando ser sentado por mí. Ni hambre, ni sueño, ni frío, ni calor. Vislumbro toda una tarde de productividad y la satisfacción de haber hecho por fin toda la maraña de cosas pendientes. Solo ruego no encontrarme con nadie ni con ningún estímulo que pueda alterar mi plan. Porque siempre tiene que aparecer algo que lo perturbe. Y en esta tarde quieta se insinúa un nuevo saboteo. Para evitar cualquier amenaza intento no corresponder a las miradas de los pasajeros del tren. Evitar toda esta selva de tentaciones para llegar rápido a mi casa, con el ímpetu intacto. Ponerme a revisar pruebas en el tren para no perder el hilo de la laboriosidad. Pero antes mirar un poco por la ventana la bahía reverberante. Ahí es cuando me descuido y miro desinteresadamente al que se sienta con pasos urgentes al frente mío, como si me hubiera estado siguiendo o esperando la ocasión para interceptarme. Era él, el personaje extra del último tiempo. Creo que todos tendrán algún extra en su vida que siempre está ahí, esperando a ser encontrado en las circunstancias más aleatorias. La ley es no hablarse nunca y aceptar que en cualquier momento nos volveremos a encontrar. Pero este mi personaje extra se ha sabido interpretar ese rol y se ha atrevido a hablarme cada vez que nos topamos, desde hace ya cinco años. Hablamos de los temas más impredecibles sin responder al esquema hola como estai bien y tú bien gracias. No sé ni cómo se llama y tampoco quiero preguntárselo, porque si lo hiciera sería como romper la sutileza de algo. Es mejor mantener las cosas así. Me gusta encontrármelo, es como si le diera una cierta coherencia a mi vida.
El caso es que se acomoda en su asiento y como casi en todos nuestros encuentros fugaces, sin más preámbulos, se me pone a hablar de filosofía (qué presuntuoso se me hace decir “filosofía” a secas). No hay escapatoria, hace tiempo ya que no nos interceptábamos y debíamos cumplir la cuota para mantener el equilibrio de las cosas. Podría haberme zafado, pero el descuido de mi mirada fue la causante de haberme quedado pegada en su cara por un segundo involuntario. Luego ninguna fractura por la cual poder escabullirme de su conversación que se me venía como un aluvión de palabras que no quería escuchar ¡Ay de mi tarde productivamente perfecta! Visualizo todos mis planes ambiciosos fracasados, como siempre. Pero ya no hay nada más que hacer: él está sentado frente de mí, guarda su viejo y grueso libro con un código de biblioteca en el lomo, se saca los audífonos, se arremanga la camiseta y se mete el pelo detrás de las orejas. No hay forma de escapar a toda su atención con la que me está encerrando. Me quedo paralizada al frente suyo revisando tontas pruebas sobre tontos conceptos escolares, y por más que mis ademanes hicieran entrever que quería continuar con la mecánica tarea de poner vistos buenos o cruces, él con su obstinación de hablarme me hace desistir de todo ¡Ah, la hermosa tarde fértil! ¡Muerta en un segundo de descuido! Y sin más se pone a hablar sobre el discurso de la imagen, y que las vanguardias, y que la estética, y que Marx, y que Benjamin y que la reproductividad, y que los medios masivos…puedo dividirme: mientras tomo detenida atención, al mismo tiempo me pierdo en la sucesión sin pausa de las cosas. Como por ejemplo, en que mi extra me recuerda esa canción de Congreso, “Vamos andando mi amigo”, sonando en aquella playa tormentosa de los acantilados de la parte más olvidada de la ciudad, entre la morgue, el manicomio, el cementerio y el basural, al olor a incienso de una feria artesanal, a una tarde de borrachera en mi primer año de universidad. Baños con olor a humedad de casas perdidas en el puerto y guisos calentitos y llenadores. Pero también al viejo amigo de mi madre, Dino, que mientras estudiaba filosofía en la UPLA también trabajaba en el quiosco de su padre, “El viejo malo”, que ni se llamaba así pero para mí, a los cinco años, era la reencarnación de todo lo abyecto, solo por su marcado entrecejo de persona que se enoja mucho. El Dino me regalaba dulces a escondidas del viejo malo, sin ningún gesto afeccionado de ternura con el que se les suele dirigir a los niños.
Pareciera que son simples asociaciones antojadizas, pero es mi intento por decirlas antes de que sigan evaporándose hasta ya no significar nada. En todo esto pienso casi siempre que encuentro a mi personaje extra. Pero esta vez me preocupa más la idea de qué hacer para salvar mi tarde productiva en peligro. Qué cara de cínica sonriente estaré teniendo mientras me cuenta sobre sus talleres de grabado y su puesta en práctica de sus ideas filosóficas del discurso de la imagen, a la vez que busco entre mis repertorios de temas de conversación uno que me dé una salida para zafarme de esta que no quiero continuar. La primera opción era decirle: no quiero hablar, voy a seguir corrigiendo pruebas. Pero claramente no tengo ese coraje. Y en cambio prefiero mantener esta sonrisa falsa mientras sigo dando rienda suelta a este torrente.
En general, tengo una elevada idea de mí misma. En la clasificación que sin darme cuenta hago de la gente que conozco, yo casi siempre salgo por adelante. Pero cuando sucede entregarse a lo imprevisible de la conversación con un desconocido, demostrar todo lo que podría razonar, prefiero evadir como sea esta prueba de la verdad. Y me pregunto si no es porque acaso soy yo la más mediocre de todos por preferir mantenerse intacta en su pequeña y absurda cotidianidad. Pero es que improvisar en lo imprevisto es como bañarse en un mar frío o asumir gustos agridulces de adulto cuando en realidad solo te gusta el chocolate. Ante estos sujetos extraños que de sopetón me meten en sus mundos no cotidianos siempre me sale empeñarme por mantener una imagen de interesante. Es casi como un deber moral no defraudarlos, escucharlos, hacer el esfuerzo por esbozar alguna respuesta medianamente inteligente, aparentar que no soy como los otros, pero no tengo porqué obligarme a escoger siempre la vía menos mundana ¡tantas tonteras de las que uno está hecho! Pero qué más da. Otra vez perdí la oportunidad del placer de poder completar con vistos buenos los puntos terminados de la lista de cosas que hacer.
Ahora mi extra me viene hablando sobre la simultaneidad de la imagen en la novela, y yo como soy cobarde sigo pensando en cómo sacármelo de encima. Iban pasando las estaciones, Recreo, Miramar, Viña del Mar, y mi extra no muestra ninguna intención de callarse. Ya en estación Hospital empecé al fin a hablar en su mismo tono. Mientras me escuchaba hablar como por debajo del agua con esas terribles oraciones condescendientes se me ocurrió la gran forma de escaparme. Me bajaría en Chorrillos y esperaría otro tren hacia Peña Blanca en el que pondría aún más atención para no encontrarme con nadie. No me importa. Cada uno tiene derecho a tener sus pequeños momentos mezquinos. Le diría que me tengo que bajar en la próxima estación, es que tengo que pedir un libro en la Facultad de Artes para mi tesis, tengo que entregarla la próxima semana y no tengo tiempo para nada… pero al mismo tiempo que me debatía en las palabras que usaría para hacer mi mentira, venía conversando con mi extra y sin darme cuenta me vi divirtiéndome con lo que le iba diciendo. Esa sensación de cómo cuando se destapa la nariz y todo parece más diáfano y resuelto. Incluso dudé en hacer mi plan escapista. Pero me di cuenta que no sería capaz de mantenerme así de divertida por 10 estaciones más y, en cualquier momento, llegaría el ineludible silencio incómodo. Entonces decidí llevar hasta las últimas consecuencias mi mentira y le dije que debía bajarme en Chorrillos. Tengo que ir a buscar un libro de Lukács ¿Lukács? ¡Y por qué! Es súper difícil de leerlo…sí, sí, lo sé es para mi tesis sobre la novela histórica en Manzoni y Blest Gana…y ya cuando estoy a punto de bajarme y consumar la mentira, me empiezo a sentir arrastrada por el entusiasmo y casi me dan ganas de quedarme con mi extra, conversando todo el resto del día. Pero resistiendo la tentación me dejo arrastrar por la muchedumbre que baja del metro. Apenas unos segundos de distancia y cualquier momento puede convertirse en materia de nostalgia.  Ya sola en el andén, viendo cómo se pierde el último vagón en la oscuridad espesa del túnel, pienso en ir realmente a buscar el libro en la biblioteca, incluso si a esas alturas ya me había engañado hasta a mí misma con que solo me bajaría en Chorrillos para esperar otro tren a casa. Sería la oportunidad para reivindicar mi mentira y convertirla en verdad, hacer realmente lo que dije que iba a hacer, pensando que no lo iba a hacer. Total una mentira nunca es mentira si no se realiza. Así, en verdad, nunca le habré mentido a mi extra, nunca habrá pasado nada de lo que pensé mirándolo mientras me hablaba con hambre, nada de lo que no se dice existe. Solo ahora que escribo para retener este momento minúsculo antes de que se vuelva aún más insignificante, hago existir la mentira que solo estuvo en mí, pero que terminó convirtiéndose en la verdad que contenía.      
Y bueno, salí de la estación, caminé las calles hacinadas, respiré la combustión de los autos cochinos de mundo, crucé el puente, vi a lo lejos cómo se iba perdiendo la tarde, tan bella y escurridiza, crucé más calles, una plaza con niños columpiándose ligeros de todo, llego a la biblioteca y lo primero que veo es su portón cerrado con un cartel que dice “cerrado por paro”. Justo hoy. Mi mentira solo mía terminó siendo más verdad que las verdades reales: imperfecta, arbitraria, irritante. Y para terminar rematando su intensa verdad es necesario decir que el próximo tren pasaría en una hora más, atestado de gente. Otra tarde a la basura, sentarme en el banco de la estación y pensar otra vez en todo lo que tengo que hacer, solo para llenar el tiempo que me queda hasta volver a encontrar a mi extra, cuando menos lo espere.