En la infancia
las reuniones entre amigos se daban en cualquier esquina del barrio. Se tramaba
toda la aventura de la tarde, aunque generalmente los sucesos extraordinarios
transcurrían por sí solos: mientras los muchachos corren por el estero
encuentran a un sapo atropellado por una de esas motos de carrera, lo pisan
hasta reventarle el estómago que sale expulsado por su viscosa boca de anfibio,
y junto con ese estómago sale disparado también el accesorio de la casa de
muñeca que la niña de la casa 338 buscaba con vehemencia. Luego, cuando todos
tienen sus frentes sudadas y los pelos chuzos salpican el agua corporal, a eso
de las 6:30 p.m. pasa por la calle la mujer de edad indefinida gritando
¡Pasteles de la Ligua!, señal suficiente para indicar que la tarde ha acabado y
que despacha a los niños con un sordo regocijo en sus mejillas hambrientas. Llegan
a casa, allí huele a fritura y como telón de fondo se escucha el sonsonete de
Sábado Gigante o de la Radio Festival, mientras la abuela prepara algo que
nadie se detiene a descifrar, porque las abuelas del mundo siempre se mueven
como si estuvieran preparando algo, pero no es más que parte del cuadro general
que compone la confortabilidad de la infancia.
Y así sigue la
abuela tramando cosas que solo se pueden hacer bajo su resguardo, sin que
alguien repare minuciosamente en lo que está haciendo; pero la nieta, ya no una
niña, intuye que solo es un rumor de pasos que no van a un lugar preciso, un
rumor de pasos decididos que intentan disfrazar en perentorios los inútiles
quehaceres. Pero su constante rumor es necesario para evitar que las piezas
quebradas de la casa, los trozos dispersos de la nieta, se pierdan entre la displicencia,
aunque la displicencia es solo lo que la abuela recibe de su nieta. La abuela
es un muro más de la casa, la casa sin ese muro se anega.
Un día la nieta
se reúne con sus amigos, ya no en la esquina del viejo almacén, no hay
necesidad pues los amigos ya no son del barrio, son de otras circunstancias que
los han juntado por obligación, amistades que nacen irremediablemente por un
contexto ya dado. Pero para nosotras no corre lo mismo. La nieta, que por mayor
conveniencia llamaré Ada, me contactó un día porque había soñado conmigo. Solo nos
habíamos visto una vez en la casa de su novio. Ada venía saliendo de una larga
relación cuando inició una con su nuevo chico. Yo estaba en una situación
similar y por eso me empeñé en observar su comportamiento, pues en aquel
momento necesitaba un espejo, ver cómo otras personas actuaban en
circunstancias parecidas a las mías. Ninguna coincidencia del contexto nos pudo
haber inducido a un encuentro, no había nada que nos pudiera haber unido. Pero ella
soñó conmigo y yo también había soñado con ella. El pudor me impidió contárselo
y cuando ella lo hizo el alivio fue grande.
En una vereda,
sentada junto a su novio, veía a Ada que tenía el rostro lánguido, como el
cansancio que se tiene después de haber sostenido una fatigosa discusión. Al frente
de la pareja yo pasaba con el mismo ánimo que veía en Ada, como con la
sensación categórica de haberme equivocado en algo, y como con una mirada
soslayada, Ada me susurra con gravedad que debía darme un consejo, y no dijo
más, porque una masa de gente me comenzó a arrastrar por la calle hasta
perderme y perder de vista a Ada. Su consejo quedó en el misterio,
interrumpido; su consejo, pensé, me libraría de esta culpa inexplicable que
arrastro; su consejo y, por tanto, la oportunidad de enterarme de una verdad,
se desvaneció en cuanto vi el techo blanco sobre mi cama y comprendí que ese
consejo nunca me sería dado, que se esfumó en cuanto ya despierta busqué una
foto de Ada y vi en sus ojos que no serían capaz de volver a recordarme luego
de esa noche, y guardando vergonzosamente ese sueño secreto nunca más la volví
a ver. Hasta que semanas después recibo un mensaje en el que me confiesa
haberme soñado. Razón suficiente para volver a vernos en nuestras vidas una
segunda vez. El consejo, el preciado consejo que me faltaba, por fin lo
escucharía, ya sea como si me lo dijera con el tono de una confesión, o bien
infiriéndolo en las intenciones y énfasis que le imprimiera a cada palabra. Solamente
ella estaba facultada para dármelo, pues yo estaba embrutecida con la idea,
ilusoria o cierta, de que ella ya había vivido idénticamente pero de forma
anacrónica mi propia experiencia. Idea estúpida, pero aliviadora. Yo estaba
convencida de que al haber roto con mi novio y comenzar una nueva relación, era
una forma de haber cometido un crimen despiadado con resultado de muerte. Me veía
representada en cada homicida de cada película que veía: yo era el desdichado
Dave de Río Místico y también el desconsiderado Ho Po-Wing de Happy Together ¿Se
puede resistir el peso de vivir con una idea así de sí mismo? Una sola palabra
de quien haya pasado por el tormento de sentirse homicida sin haber matado
materialmente a alguien podía bastar para aliviarme. Así pareciera que entregar
la vida al amor y a los consejos es tan tentador como la idea de retornar al
pecho materno: la voluntad se suspende y, por consiguiente, también la
conciencia de muerte. Al igual que Olof Palmer cuando declara a su
entrevistador que nunca ha pensado en su muerte, comenzamos a vivir como
inmortales sin pensar en qué se escribirá en nuestro epitafio. El consejo me
libraría de toda la carga de la decisión.
La abuela de mi
novio había muerto justo en el tiempo en que lo abandoné. Mi novio solo vivía
con ella y en la casa no habría más un telón de fondo que cubriera las grietas
del techo por las noches. En vez del rumor de pasos lentos, irregulares y
urgentes se instala un silencio desértico. La radio festival no sonaría más. Y yo
tuve el coraje de dejarlo enterrado ahí, lidiando con ese silencio
ensordecedor. Yo, que lo amé desde mi infancia, fui capaz de dejarlo solo en
ese patio en que su abuela se sentaba tardes enteras mirando hacia el
cementerio, comentándome o comentando al aire a cada tanto que estaba mirando
hacia su próxima casa, mientras se arremolinaba entre su chaleco de lana verde pasado
a humedad y, como si consiguiera acercarse un poco más a su próxima casa,
estiraba su cuello hacia el noreste de la ciudad con cierto dejo de sereno
orgullo. Luego, nos hacía la once.
Algo así traté
de decirle a Ada la tarde que nos volvimos a encontrar. Pude hablarle de la
intimidad que se empeña callar y de esa experiencia que transcurre subterránea
y sigilosa a los hechos que todos juzgan como irrefutables. Lo que se calla
porque simplemente no se puede hablar, lo que se calla pero se asoma justo en
esa comisura de los ojos y me delata y te delata que hay algo que nunca se
puede decir, que hay algo que nos condena a una soledad inexorable. Ada me
escucha con un modo diferente de silencio. Terminó diciéndome que debería
probar con ir a hablarle de esto a la tumba de la abuela. Y hablarle de qué, si
a una abuela muerta, si a cualquiera, le podría parecer todo esto tan críptico.
Decirle por ejemplo: que mientras hacía su siesta de cada tarde las paredes
verde agua de su casa me servían como cómplices que ahogaba mis gritos de
placer en la habitación contigua; decirle que aquel día que entró en ella
reclamando que allí estaba yo gimiendo como una puta, pero que al no
encontrarme por ningún lugar se disculpó con su nieto por su arrebato, yo
realmente estaba allí escondida en el armario completamente desnuda. Decirle que
cuando la veía dormir sus siestas me quedaba minutos tratando de captar si aún
respiraba mientras una mosca le caminaba en la frente. Decirle tantas cosas
inútiles que he preferido solo recordarlas sin palabras ¿Cómo hablarle del
efecto al encontrarla allí esperando en su cocina a que en madrugadas de
invierno su nieto llegara con los zapatos embarrados, fingiendo haber llegado
solo y sobrio, cuando en realidad yo estaba esperando entrar sin hacer ruido
por la otra puerta? No hay manera.
Ada se despidió
de mí. Me invitó a comer choripanes a su casa con sus amigos el sábado. Y nos
separamos. Caminé varias cuadras cerro arriba, con la cabeza gacha. Me di
cuenta que iba absorta mirando el suelo porque de pronto una anciana apoyada en
el umbral de su puerta me llamó con urgencia. Su mano brusca como si rasguñara
el aire hacía ademán de que me acercara, mientras su otra mano sostenía un
cuaderno.
- Mijita, por favor, soy la Tencha
¿puede decirle a la Irmita este número de teléfono? Pase, pase.
En
efecto, la anciana estaba completamente ciega, una pupila de un sordo celeste
invadía la totalidad de su globo ocular. Sus ojos al reflejarse con la luz del
día adquirían una materialidad parecida a la de los ojos plásticos de los osos
de peluche. Se notaba que llevaba esperando en su puerta mucho tiempo a que
pasara alguien. En verdad, a esa hora la calle era bastante concurrida, pudo
haber retenido a cualquiera, pero agudizando su olfato descartaba a cada
transeúnte hasta detenerme a mí quién sabe por qué.
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La casa de la abuela ciega |
Vacilé
un poco en decidirme si entrar en su casa, pensé que pasaría allí toda la tarde
escuchando pacientemente la historia de su vida, pero al ver el apremio de la
anciana a que alguien dictara por ella los números a la Irmita que estaba
esperando detrás del teléfono, accedí, no sin cierto morbo. Mientras me
acercaba a su casa me apostaba a mí misma que en su interior estaría atiborrado
de pequeñas figuritas de losa, paños de pitilla por doquier, bolsas y más
bolsas envolviendo las mismas bolsas, y la inexorable estela de polvo abrigando
cada contorno. Al ingresar el prejuicio se confirma. El teléfono está
descolgado y a través de él se escucha el murmullo de palabras rápidas y
exclamativas de una voz femenina. La Irmita debe ser. Levanto el auricular y
pienso en decirle: mucho gusto Irmita, me complace conocerla en esta situación
un tanto particular. Justo venía subiendo por esta calle totalmente sustraída
en ideas vagas, como por ejemplo de que los instantes vividos como estos están
condenados a la incomunicabilidad y que justamente en este momento en que me
siento desbordada de mucha experiencia y pocas palabras para contarla, me hallo
en la angustia de tener la certeza de que usted, yo, todos, moriremos sin haber
podido referirnos a eso que transcurre precisamente ahora en la memoria de la
voz más profunda y que descartamos articularla, porque no viene al caso, porque
a quién le puede importar que cuando usted escucha mi voz tal vez evoca, sin
razón alguna, la melodía de un bolero de su infancia, o que yo, precisamente
ahora tengo este impetuoso deseo de hablarle así sin más, y que me lo refreno
para ahorrarle a usted, a mí misma, la incomodidad de la vergüenza. Quiero decirle
también que me agrada en extremo que usted para mí solo sea una voz y que es
incluso un hecho estético que estoy empezando a pensar en cómo hacerlo cuento. Tremenda
es la coincidencia de que justo en el momento en que venía pensando en esa
impresión tan particular que me da la evocación de una abuela cocinando y
muriendo un sábado por la tarde mientras los niños se revuelcan, los jóvenes se
drogan, los niños y jóvenes vuelven donde la abuela a reencontrarse de nuevo
con la única forma de ser que pueden ser estando al frente de ella. Esta impresión
que le cuento es de lo que le hablaba antes: este tipo de evocaciones que me
complazco en guardar, que todos se complacen en guardar, yo lo sé, pero que
nadie se refiere a ellas porque no se puede simplemente, o porque tal vez se
hablan como si fueran conversaciones domésticas y por ello no se toma el peso
del relato y de cada una de sus inflexiones. Como se puede dar cuenta, señora
Irmita, ni siquiera puedo decir una palabra que defina esa impresión que pasa
subterránea por mi vida y solo me queda decir siempre “esa” y no otra cosa. Disculpe
mi ridiculez, querida Irmita.
Y
con esta última oración pude convencerme de callarme toda esa letanía absurda,
y en su lugar escogí decir torpemente:
-Buenos días, la señora Tencha me
pidió que le dictara los siguientes números: 2352409.
Como
si la señora Irmita no le importara estar al teléfono cuanto tiempo fuera
posible, el rumor que hacía del otro lado era como si continuara haciendo la
rutina de su vida, o más bien como si el teléfono fuera una prolongación de su
oído y pudiera hablar a través de él cuanto quisiera. Así, escuché que mientras
anotaba el número que le dicté hablaba con un hombre en un cuarto blanco y
vacío, o al menos eso me parecía a mí. Señora Irmita imaginaria. La señora
Tencha me debe haber hecho hablar con uno de sus fantasmas.
Salí de la casa
de la señora Tencha, seguí caminando con la cabeza gacha y así tal cual pasaron
los días hasta el sábado. Fui a casa de Ada. Nos encontramos con sus amigos en
el plan, en la calle de los punkies que, borrachos, tambaleábanse con el ritmo
de la batucada que ensayaba fuera de la Intendencia. Arriba de todo, el
cementerio servía de centinela de la ciudad. El clima de ese día me recordaba
extrañamente a un día perdido de infancia, en el que agitada por correr tanto
detrás de mis compañeros de juego me dio un ataque de asma, y mientras me
nebulizaba salía el olor de un queque que alguna abuela preparaba. Seguramente,
la mía no era; ella solo se dedicaba a beber cervezas mientras se teñía el pelo
y luego quebraba las botellas para poner los vidrios molidos en su antejardín y
así ensangrentar las patas de los gatos que se iban a cagar ahí.
Llegamos
a casa de Ada, allí se encuentra su familia tomando once. Me parecía estar en
la misma casa de la señora Tencha, pero en esta no hay ni pistas de alguna
anciana.
Bebimos
toda la tarde en el patio mientras nos reíamos de cualquier cosa. La sensación
de ese día de infancia en que tuve mi primer ataque de asma persistía. Era como
si me estuviera dando la licencia de estar completamente borracha a los 10 años.
Así todo se volvía nuevamente delicioso.
Entramos
a la casa tarde. La familia evidentemente ya estaba durmiendo. A excepción de
una anciana maciza que andaba paseándose lentamente por los pasillos de la
casa. Todos nosotros nos sentamos en el living de Ada. Ya no hablábamos, alguno
que otro decía un chiste tonto, se reían, volvíamos a callar. En la oscuridad del
patio seguíamos siendo los mismos, pero bajo esa luz naranja de poco voltaje
todos los rostros estaban deformes. Me parecía como si tuvieran miedo de volver
a salir de esa casa, pero no me atrevía a preguntarlo, entonces preferí
concentrarme en el punto a crochet del chaleco de la anciana maciza que se
había quedado inmóvil frente a una puerta que pareciera ser la de su
habitación. Solo estaba parada, mirando a un punto impreciso del suelo,
meciéndose levemente como si fuera una rana con frío. Para romper el hielo iba
a decir ¡Qué lindo el punto de su chaleco! ¿Lo tejió usted misma?, pero en
cuanto tomé aire para hablar, la anciana dice dirigiendo su mirada hacia el
reloj de la cocina:
-Bueno, llegó mi hora. Me despido.
Y se fue
despidiendo por cada uno de nosotros con un beso en la mejilla, diciendo adiós,
mijito, cuídese, con la misma gravedad con que se dicen las palabras que se
sabe que serán las últimas que se dirán. La solemnidad de la determinación que
le imprimió la anciana a sus palabras hizo del momento un ritual de la
despedida, que inocentemente pareciera ser solo la despedida para ir a dormir. Cuando
fue mi turno de despedirla traté de decirle adiós con la misma gravedad que
ella impuso, como pretendiendo que se diera cuenta de que yo sí pude entender
su gesto. Una vez que se hubo despedido de todos nosotros, entró a la que
pareciera ser su habitación. Antes de apagar la luz nos da una última severa
mirada, como si se resistiera a ser consumida completamente por la oscuridad de
su habitación. La puerta se cierra, vuelve el silencio, miro a Ada y le pregunto
¿Le llegó la hora de qué? Con la misma sospecha en sus ojos, ella me responde
que está pensando exactamente lo mismo que yo.