sábado, 24 de mayo de 2014

¿Qué se le puede preguntar a un sepulturero?



La lápida dice lo único que María tenía.
La lápida dice: “Q.E.P.D, de su hija y nietos”
¿Es su hija y nietos lo único que tenía María?

El tiempo se ha alejado treinta y siete millas desde donde María tuvo sombra
¿María tuvo sombra o la sombra disolvió a María?

En un rinconcito,
Allí en la umbra
Muchas personas se han soñado con la boca seca
En la pesadumbre terrible embriagando la soledad de voluntad;
Muchas personas han sido María,
Pero María nunca ha sido ser.

O bien, compruébame que no fue tan solo un delirio de infancia en madrugadas huérfanas
¿O fue en tu holograma mental en lo único que María existía?

Cuéntame si María cosía o tejía
¿Leía?
Cuéntame qué voz tenía
¿Habrán sido absorbidas en los huesos todas sus tristes alegrías?

Si una partera
Hubo arrojado a María en las postrimerías
Luego de escarbar con uñas mancebas el vientre anónimo y materno,
Fue para que un sepulturero
Extrajera de esa fosa perpetua
La sustancia de su oscuridad sempiterna
¿O acaso hay nada, no hay todo?

Hay una bolsa negra con osamentas
Y nace la muerte

¿Reconoces a María archivada dentro de este nicho?
Luego de que su ocre fémur haya escrito con humus el nombre extinto,
Compruebo que aquellas reverberaciones sobre una tal María no eran del todo veleidosas;
Pero
¿Estuviste más viva en tu muerte que en tu vida, María?


Sobre el angurrentismo



-Cada noche, antes de quedarme dormida, pienso en la muerte-.
Sibila ríe a carcajadas por el comentario de Beatrice y tal como muchas otras veces se ha burlado de su filosofismo, no pierde la oportunidad para reiterárselo:
-Tú y tus intentos filosofistas, ¿por qué siempre te empeñas en parecer profunda?-
-Aquello me pasa desde cuando me contaste que las cenizas de un cadáver pueden fundirse hasta convertirse en piedra ¿te imaginas llegar a ser una piedra?
-Como sea; acompáñame al baño.
Es en ese momento cuando Beatrice comprende que en pocos lechos se han procreado mentes brillantes y que su propia concepción se dio en aquellos que son mayoría, en aquellos tálamos que albergan una cópula prosaica, infinitamente repetida en todas las épocas y lugares. Las condiciones fortuitas que han dado lugar a la gestación de un cigoto de mente brillante se han dado, a su vez, en prosaicos casos. Pero ella no fue ninguna de esas mórulas, ni mucho menos Sibila, su compañera de clases. Sin embargo, en ella crece la sorda convicción de conocer a un genio y convertirse en la parte más íntima de su vida. Una que otra vez se ha topado con algún sujeto portando entre los ojos la marca característica de la lucidez; no obstante, se aleja sufriendo la vergüenza de la mediocridad de su vida y, al mismo tiempo, se retrae en el confortable recuerdo voyerista del fortuito encuentro.
En todo aquello pensaba y ya se había olvidado de la petición de Sibila. Al parecer, su compañera se cansó de esperar a nuestra protagonista, y a pesar de que odiaba ir sola al retrete apuró el paso compungida hacia las cabinas, refunfuñando, como usualmente lo hacía, por el típico individualismo de aquellos que comulgan con el academicismo. Por su parte, Beatrice aprovecha el instante de soledad para leer en la biblioteca. A esto sus compañeros le llaman peyorativamente “producir, producir y producir”. Cruza el jardín de la universidad, que más bien luce como balneario, y observa un considerable número de estudiantes desparramados en el césped, fumando aletargados, con sus ropajes veraniegos, siempre forzadamente núbiles. Muchos cabellos largos y dóciles, muchas carcajadas juveniles: un cuadro típico que un anciano evocaría en su mente con un suspiro nostálgico dedicado a esa juventud ideal y lozana.
-En principio- cavila Beatrice- lo lozano se opondría a lo decadente, a lo ajado; sin embargo, ocurre algo similar con la oposición entre el blanco y negro: cuando hay ausencia de colores surge una nada incandescente; mientras que cuando hay un exceso de estos, emerge un vacío espeso. Entonces, tenemos una nada incandescente y un vacío espeso que se constituyen de la misma onda electromagnética: colores. En el caso de los conceptos, si tenemos dos antónimos, la relación que existe entre ellos es la misma sustancia que los significa. De modo que si se constituyen de la misma sustancia ¿no serán acaso conceptualizaciones idénticas? Ankang y Viña del Mar son antípodas, pero no por esa circunstancia geográfica sus habitantes dejan de pertenecer a una misma especie…-
Entonces, muy poco importaba si era decadente o lozano el panorama en el patio de la universidad; lo realmente evidente era que Beatrice percibía en sus coetáneos esa voluntad de aferrarse a una actitud juvenil, que a través de las generaciones se ha relacionado con el antónimo lozano/ajado. ¿Qué ocurriría estando fuera de ese orden binomio?
El césped termina y la vereda de cemento pintada con consignas como “educación digna, gratuita y de calidad para todos”, da paso a la entrada principal de la biblioteca. A Beatrice le parece absurdo que a su costado haya un bullicio de edificio en construcción.
-Sin duda- vuelve a cavilar- el silencio es rehuido en la gran mayoría de los espacios sociales, incluso en las bibliotecas, lugar que por antonomasia se reconoce como sitio de concentración, encuentro, intimidad silenciosa con los amigos petrificados en libros. El silencio encuentra muchos enemigos debido a su carácter revelador: cuando la persona prosaica se halla sin adornos que sobrecarguen su realidad, por primera vez percibe que inspira y espira. Aquella esencialidad de toda vida atemoriza por su precariedad aséptica, pues no ofrece ningún remedo al cual aferrarse, ni ninguna madre ofreciendo su regazo. El silencio es el espejo de las almas: estas al reconocerse en su reflejo pueden regocijarse o espantarse-.
Beatrice concluye que es la segunda posibilidad la que abunda en la ciudad y en ella misma. Sube al segundo nivel de la biblioteca sumergida entre la algarabía de las conversaciones de sus compañeros y el repicar de los taladros impasibles de la construcción de afuera. Toma asiento en un pupitre desocupado al lado del ventanal que muestra a sus anchas una plácida laguna que nada tiene que ver con alguna actividad intelectual, y no puede evitar rememorar aquellos momentos cuando llega a su casa deshabitada.
-Lo primero que hago es encender la tele, una luz o el computador- se dice en voz baja.
No le agrada este descubrimiento desapercibido de su vida íntima y se propone evitar continuar con ese hábito, pero en el fondo sabe que de todos modos no podrá remediar sus ganas de encender el computador, pues los espíritus sigilosos de su casa no pararán de martirizarla y de reprocharle su presunta fealdad. El silencio es cosa peligrosa. Ha sido testigo de otras categorías de vida: el suicidio.
Beatrice no alcanza ni a poner sus libros encima de la mesa cuando la bibliotecaria anuncia con voz prepotente que ya cerrarán el lugar. ¿Qué sentido tiene la permanencia de una biblioteca ruidosa, con libros precarios y de horario tan reducido? Al parecer la universidad la conserva por mera obligación humanista.
El retorno al hogar es largo y tedioso. Beatrice debe recorrer calles sombrías en las cuales personas sin rostro eyaculan gritándole efusivamente los deseos más incestuoso que esconden. Cada vez que Beatrice escucha esta sorda y secreta algarabía, piensa a estas personas difuminadas en el anonimato, enterradas, en un futuro no muy lejano, en otra anónima tumba. En muy poco se diferencia el deseo sexual al deseo de thánatos.
Luego toma un tren atestado de anónimos.
-Seguramente, este es el momento más feliz del día de algunos pasajeros deseosos de sentir una carne ajena contra la suya. Para mí, es el más detestable. No veo la diferencia entre una morgue y un vagón-.
Al cabo de 40 minutos, Beatrice se encuentra en casa. Ningún otro miembro de la familia ha llegado aún. Se dirige hacia la cocina, enciende la luz y encima del mesón de la despensa coloca el cadáver humano que disecciona tarde tras tarde en completo secreto. De él extrae la mercadería que la familia consume diariamente. Comen día tras día rico y variado sin saber, a excepción de Beatrice, de dónde proviene tanta abundancia.
En la tarde de hoy se encontraba encima del mesón un hombre mancebo muerto, de cabello hirsuto, de piernas y brazos larguísimos y de una blancura deslumbrante. Sus facciones eran de una hermosura hipnótica. Beatrice permanece largo rato observándolo, llorando sin lágrimas su mala ventura de no haberlo conocido vivo, lozano, y así enamorarlo y salvarlo de ser diseccionado por sus manos de Circe. Tomando aliento, Beatrice se da valor repitiéndose la letanía: -yo soy el panteón de todos los bellos-, y con el bisturí hace el primer corte transversal en la caja torácica. Emanan feromonas. Junto con el segundo corte en el tórax, aparecen los primeros arbolillos amarillos de los pulmones del cadáver. En cada corte, este se iba poniendo aún más hermoso. Dándose valor, Beatrice arranca con esfuerzo la tapa del tórax. Siente ganas de hacerle el amor y de conseguir un orgasmo que logre embarazarla; pero se aguanta para cuando vuelva a cerrar su tronco y lo cosa para siempre con los hilos de su cabello. Mientras tanto, aprovecha de arrancarle el corazón para enfrascarlo en un recipiente. Logra ubicar su posición y cuando lo agarra se le resbala de las manos y cae ensuciando el suelo de cerámica, aún retorciéndose en pequeñas palpitaciones, como si fuese un vago recuerdo de que algún día tuvo vida. Beatrice lo besa con ternura y queda con los labios pintados de rojo. Tan solo le queda extraer lo que sobra: un tejido orgánico amarillo-verdoso, semi líquido con forma de seso. Esto es lo que la familia suele comer de merienda tan gustosamente.
Ya vaciado el cuerpo del difunto, es colgado en el frigorífico que almacena otras almas masculinas capturadas por Beatrice. Cuelgan y oscilan de un extremo a otro, simulando una forma de vida. Pero cualquiera podría ver que son cuerpos inasibles luego de concretar aquella soledad que se insinuaba en sus comisuras, cada vez que llenaban sus días con pequeños actos insignificantes.         

i griega





Desde la escollera de la colina
Se divisa una i griega azul.

Alrededor de ella
Corretean las mangostas tras los lagartos
En un vals de fugaces pasos,
Y los puercos embaucan al ingenuo alazán
Con mirtos y manzanas.

Negocian los buitres,
La hiena se escarba el lomo entre las piedras
Que van cubriendo una a una
El pie de la i griega azul.

Sin que se inmute
Le crecen árboles milenarios,
Escamas que la visten de lapislázuli y  tornasol
Y durmiente es mecida por el viento
Como despidiendo al halo del sol.

Como despidiendo a la raíz del orbe
Sin nostalgias ni la cólera negra
En un soñoliento fonema de brazos abiertos,
I griega copula la inocente siesta de la dríade en el serrallo
Con el thánatos que nunca abandonará a la postrera matrioska del sueño.

I griega ermitaña, huérfana y viuda
No eres cruz ni menos un buda
¿Cómo quisieras desenterrar tu pie de la escollera de la colina
 si al enumerarte junto a otra i griega  te anegas?

Pero desde que los ríos de la lúnula
Se alzaron en flecha hacia la cavidad terrestre del Pacífico
Se presintió en cada contorno
El rostro del vacío,
Y necesité llenar mi mente con sílabas nonsescas,
Mi boca con trazos de sonidos
Como partituras musicales del pensamiento.


Es en la albura donde se albergan despavoridos
Los seres con sus estelas de signos
Y uno se escapó de su blanco lecho de muerte
Con una fuerza vital violenta, violeta, azul,
La i griega azul,
Mi nuevo cuerpo.

Desde la escollera de la colina
Me divisan como una i griega azul.

jueves, 22 de mayo de 2014

Advertencia para no leer poesía en la calle



-¡Poesía! ¿¡Es poesía!?- me dice un vagabundo al ver mi libro luego de que un hombre anciano se hubo acercado a mí hace un momento por haber visto que estaba leyendo poesía.
El hecho transcurrió así:
Atraída por la melodía de jazz que llegaba desde la plaza Quintana hasta mi cuarto, me dirigí a la Quintana de Muertos para leer mis textos en la placidez del mediodía y de la música. Abro la primera página del compendio de poemas y no pasa ni un minuto cuando este anciano se acerca a mí, atraído también, pero por el ansia de hablar sobre lo que más aparenta saber: poesía.
-¡Poesía! ¿¡Es poesía!? Siempre que veo a alguien leyendo poesía en esta plaza me llama la atención, porque tengo escritos varios poemas sobre esta plaza y tal. Tengo publicados cinco libros de poemas sobre Santiago de Compostela…¿Qué lees?
-Poemas de Duque de Rivas, Larra, Zorrilla, Espronceda…
-¡Vaya! ¡Espronceda! Me gusta Canto a Teresa…
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto corazón herido?
¡Ay! que de aquellas horas de alegría
Le quedó al corazón sólo un gemido,
Y el llanto que al dolor los ojos niegan
Lágrimas son de hiel que el alma anega…
Él estaba enamoradísimo de Teresa, aunque se portó muy mal en Portugal…
-¿Espronceda se suicidó por ella?
-¡No! ¡Qué dices! Ese fue Larra, pero qué más da… Espronceda fue hijo de militar, nacido en Extremadura, tuvo una vida, bueno…bien agitada.
Y así siguió hablando imparablemente de Espronceda; luego fue el turno de Duque de Rivas, hasta que en su soliloquio se dio cuenta que me tenía en frente y se dio cuenta también de que no era gallega.
-¿De dónde eres?
-De Chile
-Chile, Chile… déjame hablarte de Chile…espera, espera: desierto de Atacama, Arica, Iquique, Antofagasta, Chaquicamata…
-Chuquicamata
-Chuquicamatá, La Serena, Valparaíso…espera, espera…Viña del Mar
-Yo soy de Valparaí…
-Sí, sí, queda cerca de Santiago…espera, espera, que hace cuarenta años que lo estudié…Linares, Concepción, después viene Temuco…¿Temuco es de la Araucanía? Después viene Puerto Montt, Valdivia.
-No, Valdivia está antes
-Ah, sí, sí sé que Valdivia está antes, hasta allí llegó Pedro de Valdivia
-Sí y…
-Espera, espera, después viene Punta Arenas y unos archipiélagos que no recuerdo cómo se llaman…y Chile tiene escritores muy buenos…Gabriela Mistral, Pablo Neruda, ambos ganadores del Nobel- y comienza a recitar Desolación y luego Poema 20, y por si fuera poco, Walking Around. No niego que en ese momento sentí un leve orgullo por tener una remota relación con Neruda, cual es haber pisado al menos el mismo suelo. Neruda cuando habla desde su particularidad es un poeta universal, constituyendo el arquetipo de poeta que al menos los chilenos tienen en sus mentes. Por su parte, este hombre anciano ya me estaba comenzando a estremecer, porque en su insistencia por seguir diciendo todo lo que sabía a partir de lo que yo respondía, dejaba entrever su desesperación por aferrarse a alguien que le confirmara la existencia de su sombra proyectada en el suelo. Ese tipo de personas me produce el sentimiento incómodo de la lástima.
Mientras discurría sobre esto, el caballero seguía hablándome, y yo me sentía culpable por sentir la necesidad utilitarista de que se marchase pronto para poder seguir avanzando en la lectura y así tener libre la noche para poder ver una película. Sin embargo, cuando me propuse escuchar más detenidamente su perorata –que entremedio contenía la recitación de algún poema y la reseña biográfica de algún autor- me percaté de todo el sentido que le asignaba a ese texto del que estaba hablando y que para mí no era más que prosa de un exagerado patetismo de un hombre encerrado en los límites de una sociedad mojigatamente cristiana. Recuerdo que el poema que recitaba era “La muerte es la vida” de Gabriel Álvarez de Toledo. Este anciano desconocido que tenía en frente de mí estaba deseoso de decir todo lo que sabía para explicar su absurdo deambular. Ante su emergencia, de pronto me sentí ridícula en mi propósito de leer rápidamente la antología de poesía romántica española del siglo XIX. En esto, el hombre comienza hablar de sus cinco libros publicados y el valor de uno de ellos no tanto por sus “excelentes poemas” -como él mismo enfatizara- sino que por sus excelentes dibujos que servían como recorrido por los edificios más importantes de Santiago de Compostela.
Como no veía respuesta en mí, me ofreció hacer su firma en mi compendio de poemas, dejando ver en la expresión de su rostro como si fuese un privilegio que me estaba dando. Yo accedí. Y mientras que hacía su firma, lo observé detenidamente y vi la fragilidad de su larga vida colgando solo en este momento enfrente de mí, haciéndole una firma a una extraña que pensaba todas estas cosas sobre él. Un anciano que me parecía niño huérfano. Quise saber algo más de este perdido y le pregunté su nombre.
-Manuel Raíño…Manuel Raíño- lo repitió como si fuese el de otra persona, un nombre que leía en una lista o en una lápida de un desconocido. Y me mostró su firma, hecha con meticulosidad.
-Ya ves por mi firma que dibujo bien.
-Sí, señor, buscaré su libro en alguna librerí…
-Está en la librería de Toural, debe valer 7 u 8 euros, solo queda “Poeta en Compostela”.
Y siguió hablando, mucho, tanto que notó mi incomodidad, pero no le importaba, seguía hablando a pesar de mi silencio. La gente muchas veces me ve como una hoja en blanco a la cual pueden plasmarle todo tipo de cosas. Todo por mi silencio.
Yo le decía “bueno señor, debo seguir leyendo”, pero por encima de esta petición, él superponía su voz por encima de la mía para seguir hablando de sus publicaciones. Cinco veces tal vez ocurrió lo mismo. Entre muchas otras cosas, me contó que estaba haciendo la hora hasta las 15:00 pm porque no quería despertar a su hija que había tenido turno de noche en el hospital. Nuevamente, vino a mí la desagradable idea de su orfandad, de su arrojamiento y necesidad de arrimarse a mí como última alternativa.
-Bueno, fue un gusto haberte conocido
-Para mí también, me llamo Fernanda…
No alcanzó a escucharlo, pues no esperó a que me despidiera cuando comenzó a bajar los escalones de la plaza. Mi oración quedó flotando de un modo torpe, devolviéndome toda la vergüenza que yo sentí por él. No me quedó más que observar cómo bajaba los escalones y cruzaba dubitativamente la plaza que antes era un cementerio. Su cabeza se veía perdida pensando a qué lugar ir, qué calle tomar, si la rúa Conga o a las Platerías, pisando las tumbas sepultadas por el cemento de granito que ahora simula el suelo de una plaza de encuentro dominical. Lo veo ignorante en cuanto al tiempo que le faltará para estar bajo el cemento que pisa. Por mientras, qué le sostiene, quién le sostiene…yo le sostuve, pero le dejé ir, porque solo gusto de contemplar a lo lejos. Perdido está ese hombre y yo lo volví a empujar a la marea solitaria, lo devolví a su tiempo perdido que anda buscando entre juegos mentales de rememoración de lo que cree saber, que anda buscando entre palabras que no le devolví. Allí se volvió a perder por la rúa Conga, y mi hoja de poemas sigue atrayendo a más perdidos que me sonríen como si fuese su última alternativa a la cual arrimarse. Mejor escondo los poemas para no volver a desengañar a otro. Mientras tanto, el guitarrista de jazz sigue tocando imperturbable, esta vez “Summertime”.