miércoles, 23 de diciembre de 2015

La vida se dice

La vida se hace, no se dice, dices,
¿Y el escalofrío quebrando mis ojos?
¿Y mis brazos desarmados en tu cuerpo?
¿Y el silencio de mis besos perdidos?
Ocurre sigiloso bajo mi piel
Haciéndose sin palabras, es cierto,
En materia del olvido, convirtiéndose
En el pasado vegetal, perdiéndose.

No es justo que este mundo subterráneo
Suceda sin que tú no sepas nada,
Pues al fin y al cabo es por ti todo esto:
El caos, el tumulto, la vorágine
El dolor tornasol de mi pecho
No tener pasado en cuanto estoy frente a ti
En verdad, no tener nada y hacer todo
Como por primera vez

¿Cómo nombrar la ternura de cuando
tus ojos se llenan de pájaros?
¿O el vacío alegre que me visita
al ver tu silueta en la tarde roja?
No, la vida no se hace, se dice
Aunque sea en estos versos defectuosos
Que quisieran salir pero no salen
Sin dar con la palabra justa,
La vida se dice.

Y mi amor está gritando por ser dicho
Porque hay tantas veces que no te das cuenta
Del gesto eterno en que intento hacerte entender…
Lo que se hace y no se dice no existe


Confesional

Lo conocí muerto.
Inútiles fueron los intentos de la masa
por resucitarlo con un te amo.
Jamás el muerto se puso de pie
ni mucho menos se fue caminando
hacia la estación del tren.
Inútil fue todo por retenerlo,
incluso si todos en ese momento
habrían detenido el giro de la tierra
para gritarle tiernamente
resiste, no mueras, te amamos tanto, tanto.

La sangre se escapaba inútilmente
inunda  la plaza
en que todos alguna vez
jugamos niños sin sospechar
que la muerte era algo posible.
Vivimos cada día del año sin saber
cuál de todos ellos estaremos muriendo
al lado de un carrusel impertérrito,
al lado de la impavidez del mundo
¿Cuál de todos estos días vendrá el blanco a absorberme?
¿Cuántos catorces de mayos habrás vivido tranquilamente
haciendo minucias cotidianas, 
callando esa voz que decías que te llevaba?
Uno de esos catorce de mayo…

Te conocí muerto, te amé muerto
¿Habrías sobrevivido si me hubiera enamorado antes de ti?
¿Habrías sobrevivido si en ese preciso instante
no habría matado a nadie con alguna fatídica confesión?
¿Y si no hubiera dicho nada?
¿Y si me habría quedado en casa?
 ¿Y si hubiera ido corriendo a abrazarlo?
Pues conocida es la historia del vuelo de una mariposa en China
y sus consecuencias en las antípodas.

La gente agolpada alrededor de su cadáver,
No mueras, te amamos tanto,
no mueras, por favor, te amo tanto.
Vivo tal vez no lo habré reconocido.
Seguramente en el mismo vagón
nos habremos esquivado las miradas
y lo disolví en mi memoria.
Hoy voy al lugar donde caíste.
Simulé tu muerte, seguí tus movimientos de dolor,

Te acurrucaste, no paro de ver tus fotos, te acurrucaste como en aquella foto que publicaste en año nuevo, año último, ¿lo habrías sabido? El vuelo de la mariposa…

Simulé tu muerte
y los ojos se me nublaron de bombas lacrimógenas, la garganta me llora
y marco tu número en un teléfono público,
Tu voz que no respondo,
cuelgo y me trago la garganta,
muerte al lado de la infancia
atropellada por las balas en el carrusel.
 Miro a la ciudad desde arriba
y me digo, allí moriste, sin poder amarte vivo.

Cada día la nada se autoconfirma
y antes de que la oscuridad me duerma
me convenzo de este error que es estar arrojada
y que se corrige con la muerte.
Pero decir te amo es igual a decir esperanza.
Decir te amo es hacer eternidad,

aunque morir sea demasiado fácil.  

miércoles, 19 de agosto de 2015

Un dónde

Un jardín no es un lugar: es un tránsito, una pasión. No sabemos hacia dónde vamos, transcurrir es suficiente, transcurrir es quedarse: una vertiginosa inmovilidad”
(Cuento de dos jardines, Octavio Paz)

De pronto
Sentí la necesidad sorda
De enlazar nuestros cuerpos desnudos
En la orilla del río
Que arrastra desde un anca
A la cristalina transparencia
De la nieve en lontananza

Las piedras castañean
Como dientes tiritando de frío cordillerano
Que concentra en ese hilo plateado arrojado a nuestros pies
Todo el filo que aguardan las distancias
Entre el mar con sus hijas olas
Y la calle en que nunca reventarán

Pero el río
El río tan quieto
Hasta perder su nombre
Frío de río
Era tierno con el remanso que nos acogía
En un arrullo de cuna de siameses

El paisaje que abrazábamos abrazándonos
Rebalsaba de centellas temperadas
Que resonaban reverberantes
Cada vez que su luz goteaba
En el fondo oscuro
Que nos sostenía

Y la fauna lunática
Ante nuestros cuerpos enredados
Como la madeja de la araña
Se presentía amenazada

El cuervo creyendo que moríamos
Nos hacía sombras con su vuelo en espiral
Y roza un ala con la del pelícano
Embobado en su grito fractal
Despiertan los lobos marinos
 Los hipocampos
Y se despellejan
Para quedar más desnudos que nuestra desnudez
De híbrido más vital que el centauro


¿Estaremos en un dónde o simplemente en un cuándo hecho de aire? 

domingo, 14 de junio de 2015

No se llama Sebastián

Él se va de nuevo
y yo me quedo acá
con esta masa amorfa que devora gargantas.

                                          Pero a lo lejos
                                                                    hay un hilo que suena como arena
                                                                                                       y yo me veo en el mar de Egipto
                                         viendo cómo hasta el diablo esquiva mis pasos.


Peino las rocas hacia el sentido del viento;
en mi cabeza residen todas las bibliotecas,
y mis manos, tú sabes cómo entretejen mantas para vagos.

Mas todo ese poder de existir no basta para él
cuando se va
                                   se va,
                                                                       se va,
                                                     se va
Sin llamarse Sebastián.

El piso se aliviana,
usa alfombras holgadas,
desbordadas por mis lágrimas de hierro
que descabezan hormigas.

Te vas
como el asesino que apuñala con la daga chorreante en sangre de topo,
y allá en el fondo,
el aire tararea esa melodía de mis amores.

Él va
y yo comulgo más con esos pasos que se van.

Se va,
sin llamarse Sebastián
      
     

sábado, 13 de junio de 2015

Antioda a los carros carroñeros

I

Quisiera encontrar al menos un regocijo
en ese caldillo de congrio
que me han descrito
las odas muertas;
un suspiro fresco
en los insterticios de las mesas
con manteles y servilletas;
o acaso,
un olor rebalsando en el plato
por pura complacencia a la estética
ya jubilada

II

¿Mas ves tú la diferencia entre baño y cocina?
En mi casa
¡MIRA MI CASA!
son siameses indistinguibles,
pues el maquiavélico que nos espía por el cableado telefónico
ha confundido
los fluidos que entran y salen por tus conductos,
que son viscosamente idénticos,
e idénticos también
los habitáculos que encierran su repugnancia.
La repugnancia,
es palpada tal como el aire nos contornea
y se revuelcan nuestras lenguas por las frituras
como las pulgas
en la menarquia de la niña tierna

III

En nuestra ciudad de la rata hacinada, hay:
-Impúdicos que trasladan sus cocinas a la intemperie urbana
para lucrar el fango de sus ollas
-Irrisorios que osan en poner entre sus dientes
la transpiración congelada de una pseudoempanada
-Y esquinas víctimas que le han sido arrebatadas
a las virtuosas mujeres del sexo
para ahora prostituir
a la esperpéntica comida de moda

IV

¿Sabes cómo hornean tu deseada chaparrita?
con el calor del pedo de la obesa mujeruca
¿Sabes cómo se amarillean tus anheladas empanadas?
con los restos secos de fluidos vaginales
que ha dejado la perra amarilla en la sábana
¿Sabes cómo amasan tus acogedoras sopaipas?
con la mezcla de esmegma y papilas muertas

V

Y ahora que sabes cómo está hecho todo este menjunje
parecieras caer en cuenta
que es la asquerosidad implícita
la que rellena tu vida.
Y aún así
te sigues quejando de mí
cuando prefiero comer mis caspas
antes que a esa grasosa putrefacción
que anda rondando por nuestras calles

jueves, 11 de junio de 2015

Formas de morir de vergüenza

        La intención inicial era tomar un relajo vaciando completamente la mente en algunas de las saunas del Centro Integral del Placer. Mientras lidiaba con el tedio de los días, él estuvo toda la semana fantaseando con esta idea, imaginándose tumbado en medio de la sauna más húmeda y caliente. Pero ahora que está allí, inhalando todo el vapor de una Amazonía artificial, no logra abandonarse. Aprieta los ojos, arruga la frente, aguanta la respiración, no puede, son demasiadas imágenes que se confunden con palabras sueltas. Quiere relajarse y…pucha… no puede. Primero le asalta la culpa por haber pagado tanta plata en esto sin siquiera poder relajarse; luego, pasa a preocuparse por las multas que está acumulando su auto en el parquímetro; por último, comienza a pensar en porqué se puso esa zunga tan chica que le aprieta todo y que no le permite disimular nada: fuera del sauna habían demasiados estímulos, como por ejemplo, redondeces blancas y blandas rebotando a cada paso, entrepiernas cálidas rosándose, vientres sudados, trajes de baño apretando espaldas, cuellos lisos y suaves por donde rodaban gruesas gotas de agua tibia y salada hasta los pechos de mujeres que se contoneaban por los corredores del Centro.
         Una de ellas entra adormecida a la sauna amazónica. Se deja caer en el mismo banco donde él se encuentra desvanecido. Se estira arqueando exageradamente su espalda, mientras bosteza con su carnosa boca abierta. Él la ve entre el denso vapor que la envuelve como una epifanía. Con esta aparición él logra por fin poner su mente en blanco, pues toda su sangre ahora se le ha ido abajo. Otra vez su calzoncillo no puede disimular nada. Ella lo mira fijamente, se acerca hasta rozar su hombro. No me habrá visto aquí, piensa él tratando de tranquilizarse, me debe haber rozado por pura torpeza. Pero ella sigue inclinándose hacia él, siempre con su mirada fija. Siente cada vena de su cuerpo palpitar. Su pequeña zunga no da abasto. Parece romperse cuando ella por fin rosa su tórax con sus propios pezones rosados. Pero cómo ha sucedido esto, se pregunta sin palabras mientras ella sigue meciéndose contra su cuerpo. El calor es insoportable. De la combinación de la transpiración fría con el vaho resulta un pesado aire mentolado. Él lo respira a bocanadas, siente que le falta el aire. Teme que en cualquier momento su corazón colapse, pero igual deja que la mujer siga frotándose contra él. A cada movimiento el calor entra en los pliegues más escondidos del cuerpo. A él le parece increíble que ella aún pueda moverse con este calor selvático. Por fin, la mujer se arrodilla y entre sus piernas lo envuelve con su boca carnosa. Lo lame lentamente. La saliva gotea y cuando llega al suelo se evapora. El calor es insoportable. La piel ya no resiste ningún roce más, siente su nariz que se le derrite como un caucho sobre el resto de la cara, mientras implora que por favor nadie entre al sauna. Qué pudor. El calor es insoportable. Quién es esta que se le ha metido entre las piernas. Comienza a sentir que un cubo de hielo le pasa por el esófago hasta llegarle al diafragma, la respiración se le detiene. Pero es que el calor es insoportable y ya no deja aire. Piensa que debe salir ahora mismo de la sauna si no quiere morir aquí de un paro, con una mujer desconocida entre las piernas. Pero es que si sale ahora mismo todos le verán lo que el calzoncillo ha tratado de esconder todo este tiempo en vano. Traumas infantiles. Cualquier cosa menos volver a pasar ese bochorno. Todo menos eso. Salir del sauna y volver a respirar, la puerta de salida está a pasos, qué alivio, pero con un gran bulto entre sus piernas, no por favor, prefiere aguantar un minuto más, a ver si su sangre se puede redistribuir por otras partes del cuerpo. Un minuto no es nada, y ella ya parece terminar de mover su lengua, un minuto más... 
Demasiado tarde. 
Solo un latido más de resistencia y él ha muerto de vergüenza.



martes, 5 de mayo de 2015

Espejo de museo

Son las 6 de la tarde. La condesa Elisabetta Litta comienza a preparar sus atuendos que vestirá para la peculiar tertulia que se celebrará en su palacio a medianoche. Un vestido negro con encajes en el pecho, felpa en los hombros y lapislázuli en su falda podría ser adecuado para la ocasión: luego de varios años en Sudamérica Garibaldi regresa orgullosamente humilde a su entrañable Italia, con las buenas nuevas de la emancipación colonial. ¡Ah! cierto que regresa de Sudamérica…fértiles tierras, vírgenes espíritus… Mi traje negro no combina con la situación…criadas, hoy albergaremos en nuestro salón frescos aires del sur del mundo y esta noche yo quiero lucir como la punta más alta de los Andes ¡Traedme el atuendo blanco perla de raso marfil!
La urgencia de la orden se propaga en cada rincón de la estancia y, mientras las criadas la abandonan solícitas a cumplirla, la oración aún permanece flotando en el aire en un imperioso eco. Por mientras en la estancia no queda ya ningún rumor más que el pendular incansable del reloj que se confunde con la respiración de la condesa. Parada en el centro de su estancia comienza a sentirse sola. Se mira en su espejo de marcos de oro, para acompañarse aunque sea con su propio reflejo. Poco a poco se va desprendiendo de sus hábitos como si estuviera seduciendo a algún mirón escondido. Pero se detiene en cuanto reconoce la verdad de su cuerpo desnudo frente al espejo. Observa su robusta silueta, observa el reflejo de su madura cara, multitud de arrugas que delatan sus secretas pasiones, miríadas de gestos que escapan de su control. Palpa su vientre colgando hasta sus muslos, desprovisto del corsé que diariamente lo sostiene. Como un cruel juez el reflejo reluciente del espejo resalta lo que los vestidos pretenden callar. Absorta contra sí misma se sorprende desnuda en su presente recorriendo en cada rincón de su cuerpo las huellas de todo un pasado: ¡oh, qué anciana soy, Dios mío! ¡Oh, que anciana soy! ¿De dónde viene este reflejo? ¿Y yo, adónde voy?
Ya no le importa más qué vestido usar esta noche, qué importa si la vida se va en ese instante frente al espejo. De improviso, llegan las criadas con el vestido blanco. Cuando se lo pone siente un gran alivio. De pronto, todas las mujeres en la estancia se convulsionan porque sin previo aviso irrumpe la figura de un hombre forastero. Enigmático rostro de bigotes gallardos y ojos profundos. A través de su espejo, Elisabetta reconoce a Garibaldi bajo un poncho tejido en la prisa de la guerra civil uruguaya. Todo se suspende en un tenso silencio que pone todo fuera del tiempo.
El silencio se quiebra con el estruendo de un reloj. Me sorprendo mirándolos al otro lado del espejo. Sobre su imagen se refleja también la mía. A través del gastado reflejo de este espejo todo se ha quedado petrificado en un museo. ¡Cuántos otros rostros más ha reflejado y se han quedado atrapados para siempre en este estrecho rectángulo! Ahora que me contemplo en él y detrás de mi hombro van apareciendo más y más rostros que han sido reflejados en este espejo, soy toda mi antigüedad que será contemplada también por algún otro rostro futuro.
Son las 6 de la tarde, me advierte un guía turístico. Ya es hora de que cierren el museo.

viernes, 1 de mayo de 2015

El cínico Kyon, del griego perro

El ciudadano Kyon
Kyon es un perro negro, de holgado andar, orejas de conejo y pesuñas de overo. Sus ojos impávidos hacen pensar a cada transeúnte de la avenida que es un cachorro tierno y abandonado por alguna despiadada anciana. Sin embargo, siempre va por la calzada con trote de caballo despreocupado hacia un trámite fijo, pero con la gravedad que poseen los trámites humanos en la calle Esmeralda. Su paso firme provoca que las gentes tengan hacia Kyon un firme respeto, pues a pesar de ser un perro huérfano, su actitud pareciera contener cierto sentido, algo que debe terminar de hacer.
Pero siempre permanece en la misma calle. Ese hocico desfachatadamente estirado y sus orejas echadas hacia atrás son una mera careta para demostrar su desdén hacia el mundo y hacia la tentación que ofrecen otros retorcidos vericuetos del barrio. No es un quiltro cualquiera que va a suplicarte un pedazo de caricia; ni siquiera es de aquellos que se entregan al placer de olfatear traseros de otros perros o mujeres en su período menstrual. A pesar de seguir siendo un quiltro cualquiera no se entromete en jaurías pues está consciente del relucir de su pelaje de pantera.
Las mañanas pueden ser demasiado gélidas, con techos y pastos escarchados. Cada animal (in)humano con los huesos tiritando, demuestra a todo ojo ajeno la intimidad de lo que es ser vivo y que nos hace cómplice como seres arrojados y aturdidos: la debilidad. Todos luchando contra ella por soterrarla en lo más desapercibido de nuestros gestos, cuando la calle inclinada se torna cada vez más en ángulo recto o cuando las micros nos pisan los pies en los días de tiempo inhóspito. Todos sucumben ante la queja, todos pierden la elegancia y el decoro, todos menos Kyon.
Hubo un día en que quise ir a felicitarle por su estoicismo inmutable. Quise darle una palmada entre sus orejas, pero en eso me mordió el anular izquierdo. Inmediatamente pensé que mi caricia había sido una propina insultante para su ego. Lo humillé como tantos otros que habían caído en la trampa de sus ojos profundos e incrédulos, y al igual que yo se habrán desangrado en esta misma vereda, abatidos por el dulce sueño que deja la huida de la sangre.
Kyon, para variar echándome la choriá mientras
 intentaba sacarle una foto
Kyon es un perro cínico, humano encerrado en la anatomía cuadrúpeda. Y es una injusticia, pues mi vecina merece más ser de su especie o cualquiera que no sepa como él que la voluntad sólo es inexorable cuando se está sumido en soledad.
Yo merezco ser más perro que Kyon sólo hasta cuando logre adoptar esa apariencia engañosa y procaz que anda acarreando por todos los recodos de esta calle en la que lo observo todos los días. Justo en ese momento, cuando mi mirada se torne oscura y aparezca entre mis cejas el símbolo de Sinclair, me batiré a duelo con Kyon para desentrañar si su salvajismo es humano, canino o divino. Por ahora, seguiré posponiendo la estrategia  mientras lo veo desde lejos cada vez que repto por su calle.

sábado, 25 de abril de 2015

A eso


Que sucede sin ser dicho
Que transcurre subterráneo,
Lago blanco, lago sordo
Sugerido entre medio
De cada rictus de tus ojos.
A eso que no sé cómo
Decirlo sin lo y eso
Sin rondar con alusiones
Adjetivas relativas
A eso que nos sucede
Y callamos porque excede
-Lo que ya tiene palabra-
No me importa, no lo quiero
De aquello que en niebla pasa
Te hablaré en el silencio
De un desayuno quieto
Mientras miras las noticias
Y no atiendes a mi urgencia
Caminando por el pueblo
O arreglando la luz rota
En medio de esta oscuridad
Que ya no niega, no nombra
El balbuceo que estira
Tus confines con los míos
Hacia eso innombrable,
Silencioso, impensable.
Yo sé que tú sabes de eso
Tu garganta te delata
Lo secretamente aquello
¿Entonces por qué lo callas
Con frases hechas, gastadas?
¿Por qué mientes este momento?
Con las mismas palabras?
¿O acaso no te das cuenta
De la sombra que proyecta
Esta muda transparencia?
Mejor hablar delirante
De lo que no se puede hablar
No callarlo, disolverlo
En un lago blanco, en mí
En este instante de ríos
Indescifrables, amorfos
Que socavan la intimidad
Extrañamente anónima.
No nos hagamos los tontos
Porque nada tiene que ver
La muerte con la muerte
Ni que realmente volveré
A ver ese transeúnte
Al que incliné mi cabeza
Luego de un hasta luego.
Prefiero decirle eso
Y quedar impertinente
Pendulando junto al verbo
¿En instantes como estos
Qué es aquello que se asoma
Sin sombra, sin forma
Esa cosa sin sustancia
Encerrada en el silencio
Impronunciable y discreta?
En instantes como estos
Te diría, por ejemplo,
Que en una esquina de un río
Hay edificios curvados
Rozando con oscuridad
Sus cornisas derruidas
Mi infancia petrificada
En un sereno abandono
De cuartos deshabitados
Tras la siesta del domingo.

domingo, 12 de abril de 2015

La abuela


En la infancia las reuniones entre amigos se daban en cualquier esquina del barrio. Se tramaba toda la aventura de la tarde, aunque generalmente los sucesos extraordinarios transcurrían por sí solos: mientras los muchachos corren por el estero encuentran a un sapo atropellado por una de esas motos de carrera, lo pisan hasta reventarle el estómago que sale expulsado por su viscosa boca de anfibio, y junto con ese estómago sale disparado también el accesorio de la casa de muñeca que la niña de la casa 338 buscaba con vehemencia. Luego, cuando todos tienen sus frentes sudadas y los pelos chuzos salpican el agua corporal, a eso de las 6:30 p.m. pasa por la calle la mujer de edad indefinida gritando ¡Pasteles de la Ligua!, señal suficiente para indicar que la tarde ha acabado y que despacha a los niños con un sordo regocijo en sus mejillas hambrientas. Llegan a casa, allí huele a fritura y como telón de fondo se escucha el sonsonete de Sábado Gigante o de la Radio Festival, mientras la abuela prepara algo que nadie se detiene a descifrar, porque las abuelas del mundo siempre se mueven como si estuvieran preparando algo, pero no es más que parte del cuadro general que compone la confortabilidad de la infancia.
Y así sigue la abuela tramando cosas que solo se pueden hacer bajo su resguardo, sin que alguien repare minuciosamente en lo que está haciendo; pero la nieta, ya no una niña, intuye que solo es un rumor de pasos que no van a un lugar preciso, un rumor de pasos decididos que intentan disfrazar en perentorios los inútiles quehaceres. Pero su constante rumor es necesario para evitar que las piezas quebradas de la casa, los trozos dispersos de la nieta, se pierdan entre la displicencia, aunque la displicencia es solo lo que la abuela recibe de su nieta. La abuela es un muro más de la casa, la casa sin ese muro se anega.
Un día la nieta se reúne con sus amigos, ya no en la esquina del viejo almacén, no hay necesidad pues los amigos ya no son del barrio, son de otras circunstancias que los han juntado por obligación, amistades que nacen irremediablemente por un contexto ya dado. Pero para nosotras no corre lo mismo. La nieta, que por mayor conveniencia llamaré Ada, me contactó un día porque había soñado conmigo. Solo nos habíamos visto una vez en la casa de su novio. Ada venía saliendo de una larga relación cuando inició una con su nuevo chico. Yo estaba en una situación similar y por eso me empeñé en observar su comportamiento, pues en aquel momento necesitaba un espejo, ver cómo otras personas actuaban en circunstancias parecidas a las mías. Ninguna coincidencia del contexto nos pudo haber inducido a un encuentro, no había nada que nos pudiera haber unido. Pero ella soñó conmigo y yo también había soñado con ella. El pudor me impidió contárselo y cuando ella lo hizo el alivio fue grande.
En una vereda, sentada junto a su novio, veía a Ada que tenía el rostro lánguido, como el cansancio que se tiene después de haber sostenido una fatigosa discusión. Al frente de la pareja yo pasaba con el mismo ánimo que veía en Ada, como con la sensación categórica de haberme equivocado en algo, y como con una mirada soslayada, Ada me susurra con gravedad que debía darme un consejo, y no dijo más, porque una masa de gente me comenzó a arrastrar por la calle hasta perderme y perder de vista a Ada. Su consejo quedó en el misterio, interrumpido; su consejo, pensé, me libraría de esta culpa inexplicable que arrastro; su consejo y, por tanto, la oportunidad de enterarme de una verdad, se desvaneció en cuanto vi el techo blanco sobre mi cama y comprendí que ese consejo nunca me sería dado, que se esfumó en cuanto ya despierta busqué una foto de Ada y vi en sus ojos que no serían capaz de volver a recordarme luego de esa noche, y guardando vergonzosamente ese sueño secreto nunca más la volví a ver. Hasta que semanas después recibo un mensaje en el que me confiesa haberme soñado. Razón suficiente para volver a vernos en nuestras vidas una segunda vez. El consejo, el preciado consejo que me faltaba, por fin lo escucharía, ya sea como si me lo dijera con el tono de una confesión, o bien infiriéndolo en las intenciones y énfasis que le imprimiera a cada palabra. Solamente ella estaba facultada para dármelo, pues yo estaba embrutecida con la idea, ilusoria o cierta, de que ella ya había vivido idénticamente pero de forma anacrónica mi propia experiencia. Idea estúpida, pero aliviadora. Yo estaba convencida de que al haber roto con mi novio y comenzar una nueva relación, era una forma de haber cometido un crimen despiadado con resultado de muerte. Me veía representada en cada homicida de cada película que veía: yo era el desdichado Dave de Río Místico y también el desconsiderado Ho Po-Wing de Happy Together ¿Se puede resistir el peso de vivir con una idea así de sí mismo? Una sola palabra de quien haya pasado por el tormento de sentirse homicida sin haber matado materialmente a alguien podía bastar para aliviarme. Así pareciera que entregar la vida al amor y a los consejos es tan tentador como la idea de retornar al pecho materno: la voluntad se suspende y, por consiguiente, también la conciencia de muerte. Al igual que Olof Palmer cuando declara a su entrevistador que nunca ha pensado en su muerte, comenzamos a vivir como inmortales sin pensar en qué se escribirá en nuestro epitafio. El consejo me libraría de toda la carga de la decisión.
La abuela de mi novio había muerto justo en el tiempo en que lo abandoné. Mi novio solo vivía con ella y en la casa no habría más un telón de fondo que cubriera las grietas del techo por las noches. En vez del rumor de pasos lentos, irregulares y urgentes se instala un silencio desértico. La radio festival no sonaría más. Y yo tuve el coraje de dejarlo enterrado ahí, lidiando con ese silencio ensordecedor. Yo, que lo amé desde mi infancia, fui capaz de dejarlo solo en ese patio en que su abuela se sentaba tardes enteras mirando hacia el cementerio, comentándome o comentando al aire a cada tanto que estaba mirando hacia su próxima casa, mientras se arremolinaba entre su chaleco de lana verde pasado a humedad y, como si consiguiera acercarse un poco más a su próxima casa, estiraba su cuello hacia el noreste de la ciudad con cierto dejo de sereno orgullo. Luego, nos hacía la once.
Algo así traté de decirle a Ada la tarde que nos volvimos a encontrar. Pude hablarle de la intimidad que se empeña callar y de esa experiencia que transcurre subterránea y sigilosa a los hechos que todos juzgan como irrefutables. Lo que se calla porque simplemente no se puede hablar, lo que se calla pero se asoma justo en esa comisura de los ojos y me delata y te delata que hay algo que nunca se puede decir, que hay algo que nos condena a una soledad inexorable. Ada me escucha con un modo diferente de silencio. Terminó diciéndome que debería probar con ir a hablarle de esto a la tumba de la abuela. Y hablarle de qué, si a una abuela muerta, si a cualquiera, le podría parecer todo esto tan críptico. Decirle por ejemplo: que mientras hacía su siesta de cada tarde las paredes verde agua de su casa me servían como cómplices que ahogaba mis gritos de placer en la habitación contigua; decirle que aquel día que entró en ella reclamando que allí estaba yo gimiendo como una puta, pero que al no encontrarme por ningún lugar se disculpó con su nieto por su arrebato, yo realmente estaba allí escondida en el armario completamente desnuda. Decirle que cuando la veía dormir sus siestas me quedaba minutos tratando de captar si aún respiraba mientras una mosca le caminaba en la frente. Decirle tantas cosas inútiles que he preferido solo recordarlas sin palabras ¿Cómo hablarle del efecto al encontrarla allí esperando en su cocina a que en madrugadas de invierno su nieto llegara con los zapatos embarrados, fingiendo haber llegado solo y sobrio, cuando en realidad yo estaba esperando entrar sin hacer ruido por la otra puerta? No hay manera.
Ada se despidió de mí. Me invitó a comer choripanes a su casa con sus amigos el sábado. Y nos separamos. Caminé varias cuadras cerro arriba, con la cabeza gacha. Me di cuenta que iba absorta mirando el suelo porque de pronto una anciana apoyada en el umbral de su puerta me llamó con urgencia. Su mano brusca como si rasguñara el aire hacía ademán de que me acercara, mientras su otra mano sostenía un cuaderno.
- Mijita, por favor, soy la Tencha ¿puede decirle a la Irmita este número de teléfono? Pase, pase.      
            En efecto, la anciana estaba completamente ciega, una pupila de un sordo celeste invadía la totalidad de su globo ocular. Sus ojos al reflejarse con la luz del día adquirían una materialidad parecida a la de los ojos plásticos de los osos de peluche. Se notaba que llevaba esperando en su puerta mucho tiempo a que pasara alguien. En verdad, a esa hora la calle era bastante concurrida, pudo haber retenido a cualquiera, pero agudizando su olfato descartaba a cada transeúnte hasta detenerme a mí quién sabe por qué.
La casa de la abuela ciega
            Vacilé un poco en decidirme si entrar en su casa, pensé que pasaría allí toda la tarde escuchando pacientemente la historia de su vida, pero al ver el apremio de la anciana a que alguien dictara por ella los números a la Irmita que estaba esperando detrás del teléfono, accedí, no sin cierto morbo. Mientras me acercaba a su casa me apostaba a mí misma que en su interior estaría atiborrado de pequeñas figuritas de losa, paños de pitilla por doquier, bolsas y más bolsas envolviendo las mismas bolsas, y la inexorable estela de polvo abrigando cada contorno. Al ingresar el prejuicio se confirma. El teléfono está descolgado y a través de él se escucha el murmullo de palabras rápidas y exclamativas de una voz femenina. La Irmita debe ser. Levanto el auricular y pienso en decirle: mucho gusto Irmita, me complace conocerla en esta situación un tanto particular. Justo venía subiendo por esta calle totalmente sustraída en ideas vagas, como por ejemplo de que los instantes vividos como estos están condenados a la incomunicabilidad y que justamente en este momento en que me siento desbordada de mucha experiencia y pocas palabras para contarla, me hallo en la angustia de tener la certeza de que usted, yo, todos, moriremos sin haber podido referirnos a eso que transcurre precisamente ahora en la memoria de la voz más profunda y que descartamos articularla, porque no viene al caso, porque a quién le puede importar que cuando usted escucha mi voz tal vez evoca, sin razón alguna, la melodía de un bolero de su infancia, o que yo, precisamente ahora tengo este impetuoso deseo de hablarle así sin más, y que me lo refreno para ahorrarle a usted, a mí misma, la incomodidad de la vergüenza. Quiero decirle también que me agrada en extremo que usted para mí solo sea una voz y que es incluso un hecho estético que estoy empezando a pensar en cómo hacerlo cuento. Tremenda es la coincidencia de que justo en el momento en que venía pensando en esa impresión tan particular que me da la evocación de una abuela cocinando y muriendo un sábado por la tarde mientras los niños se revuelcan, los jóvenes se drogan, los niños y jóvenes vuelven donde la abuela a reencontrarse de nuevo con la única forma de ser que pueden ser estando al frente de ella. Esta impresión que le cuento es de lo que le hablaba antes: este tipo de evocaciones que me complazco en guardar, que todos se complacen en guardar, yo lo sé, pero que nadie se refiere a ellas porque no se puede simplemente, o porque tal vez se hablan como si fueran conversaciones domésticas y por ello no se toma el peso del relato y de cada una de sus inflexiones. Como se puede dar cuenta, señora Irmita, ni siquiera puedo decir una palabra que defina esa impresión que pasa subterránea por mi vida y solo me queda decir siempre “esa” y no otra cosa. Disculpe mi ridiculez, querida Irmita.
            Y con esta última oración pude convencerme de callarme toda esa letanía absurda, y en su lugar escogí decir torpemente:
-Buenos días, la señora Tencha me pidió que le dictara los siguientes números: 2352409.
            Como si la señora Irmita no le importara estar al teléfono cuanto tiempo fuera posible, el rumor que hacía del otro lado era como si continuara haciendo la rutina de su vida, o más bien como si el teléfono fuera una prolongación de su oído y pudiera hablar a través de él cuanto quisiera. Así, escuché que mientras anotaba el número que le dicté hablaba con un hombre en un cuarto blanco y vacío, o al menos eso me parecía a mí. Señora Irmita imaginaria. La señora Tencha me debe haber hecho hablar con uno de sus fantasmas.
Salí de la casa de la señora Tencha, seguí caminando con la cabeza gacha y así tal cual pasaron los días hasta el sábado. Fui a casa de Ada. Nos encontramos con sus amigos en el plan, en la calle de los punkies que, borrachos, tambaleábanse con el ritmo de la batucada que ensayaba fuera de la Intendencia. Arriba de todo, el cementerio servía de centinela de la ciudad. El clima de ese día me recordaba extrañamente a un día perdido de infancia, en el que agitada por correr tanto detrás de mis compañeros de juego me dio un ataque de asma, y mientras me nebulizaba salía el olor de un queque que alguna abuela preparaba. Seguramente, la mía no era; ella solo se dedicaba a beber cervezas mientras se teñía el pelo y luego quebraba las botellas para poner los vidrios molidos en su antejardín y así ensangrentar las patas de los gatos que se iban a cagar ahí.
            Llegamos a casa de Ada, allí se encuentra su familia tomando once. Me parecía estar en la misma casa de la señora Tencha, pero en esta no hay ni pistas de alguna anciana.
            Bebimos toda la tarde en el patio mientras nos reíamos de cualquier cosa. La sensación de ese día de infancia en que tuve mi primer ataque de asma persistía. Era como si me estuviera dando la licencia de estar completamente borracha a los 10 años. Así todo se volvía nuevamente delicioso.
            Entramos a la casa tarde. La familia evidentemente ya estaba durmiendo. A excepción de una anciana maciza que andaba paseándose lentamente por los pasillos de la casa. Todos nosotros nos sentamos en el living de Ada. Ya no hablábamos, alguno que otro decía un chiste tonto, se reían, volvíamos a callar. En la oscuridad del patio seguíamos siendo los mismos, pero bajo esa luz naranja de poco voltaje todos los rostros estaban deformes. Me parecía como si tuvieran miedo de volver a salir de esa casa, pero no me atrevía a preguntarlo, entonces preferí concentrarme en el punto a crochet del chaleco de la anciana maciza que se había quedado inmóvil frente a una puerta que pareciera ser la de su habitación. Solo estaba parada, mirando a un punto impreciso del suelo, meciéndose levemente como si fuera una rana con frío. Para romper el hielo iba a decir ¡Qué lindo el punto de su chaleco! ¿Lo tejió usted misma?, pero en cuanto tomé aire para hablar, la anciana dice dirigiendo su mirada hacia el reloj de la cocina:
-Bueno, llegó mi hora. Me despido.
Y se fue despidiendo por cada uno de nosotros con un beso en la mejilla, diciendo adiós, mijito, cuídese, con la misma gravedad con que se dicen las palabras que se sabe que serán las últimas que se dirán. La solemnidad de la determinación que le imprimió la anciana a sus palabras hizo del momento un ritual de la despedida, que inocentemente pareciera ser solo la despedida para ir a dormir. Cuando fue mi turno de despedirla traté de decirle adiós con la misma gravedad que ella impuso, como pretendiendo que se diera cuenta de que yo sí pude entender su gesto. Una vez que se hubo despedido de todos nosotros, entró a la que pareciera ser su habitación. Antes de apagar la luz nos da una última severa mirada, como si se resistiera a ser consumida completamente por la oscuridad de su habitación. La puerta se cierra, vuelve el silencio, miro a Ada y le pregunto ¿Le llegó la hora de qué? Con la misma sospecha en sus ojos, ella me responde que está pensando exactamente lo mismo que yo.     



sábado, 4 de abril de 2015

Chuangtse

Lengua boca
                        Manos dedos
                        Y tú

¿Quién galopa sobre el perfume del silencio?

Trazo rastros tras tu sonrisa
Hilvano hilos de estrellas boreales
Mientras
El palpitar vacila con el vaivén de tus cielos

Cielos ojos
                   Cielos nubes
                              Y la estrella queda pendulando sobre la noche

¿Qué es eso que habita en el lomo del horizonte, más allá de la urbe?

Pintadlo rosa o tornasolezco
Pues estamos, ¿estamos realmente?
En el titilar del crepúsculo
                        Tú y yo

¿Y en dónde estamos realmente?

Se estiran sombras los pasos
Y el aullido se anula entre los huesos

Lengua boca
                        Manos dedos

¿Y es que estamos realmente?

Nos han estado soñando


miércoles, 25 de marzo de 2015

Alba enroscada

Esperando en madrugadas huérfanas a que aparecieras
entre la niebla ver pasar el recorte de tu figura,
tal vez borracho, tal vez acompañado de ella,
seguramente hablando afanado sobre la última revelación
que tuviste en esta noche abandonada.
Mientras inmóvil e impotente te veía escurriéndote de mi voz,
ya nada de mí te roza.
Soy el suelo naranjo aplastado por los pasos de los bohemios
y por las inflexibles luces de neón.
Otro cigarro me incrusta más a esta terrible esquina porteña.
Y no te veo pasar.
Dónde estás,
letanía en un bar,
dónde estás,
entro a otro más,
y abro las compuertas secretas de la calle inclinada
esperando encontrarte besando.
Pregunto al mendigo si ha visto entrar a esa alta figura recortada en la niebla.
Pregunto a las estaciones si tomó otro camino.
A las plazas pregunto si se sentó a acariciarla
con sus parcas insinuaciones.
Tampoco las caras de los enfiestados me dicen si te han visto alguna vez.
Nada me dice que en realidad existas.
Soy calle para verte bajar sutilmente,
pero es que en verdad ni siendo piedra, vino y aceite puedo lograr encontrarte.
Camina sobre este suelo naranjo aplastado por el alba, por favor,
que aquí sigo enroscada por contener esta seca lágrima embriagada.
Happy Together  (Wong Kar-wai)
Cuánto frío tiene esta alba
y cuán pétreo está ese mar burlesco de tu ausencia.
El suelo sigue naranjo
aunque el frío hace ver azul las veredas transitadas por borrachos estudiantes.
Vienes.
Y aquí viene sin ti el alba enroscada.
Mi espalda se llena de palomas gimiendo.

sábado, 31 de enero de 2015

¿Es posible pensar El Quijote como obra de arte autónoma a su interpretación histórica?

        
           En “Pierre Menard, autor del Quijote” Jorge Luis Borges define la práctica de escritura y lectura como instancias en las que tanto autor como lector construyen una multiplicidad de sentidos. Estos se actualizan en el espacio fronterizo entre el tiempo de la escritura y de la lectura, de modo que son los lectores quienes demuestran que una obra no posee sentidos fijos, sino que están en constante proceso de reinterpretación. Por lo tanto, la obra alcanza su totalidad de sentido en cuanto se agotan sus posibilidades de interpretación. Así, la obra posee un contenido de sentido que es comprendido por el lector, posicionándose su figura por sobre la del autor. 
Representación del Quijote con su Escudero en una plaza de Madrid
que ya no recuerdo su nombre. El bulto humano que Sancho aparece
aplastando soy yo.
           Ahora bien, considerando que los múltiples sentidos de una obra se actualizan en los procesos interpretativos de los lectores, sostengo que “Pierre Menard” da cuenta de que la obra de arte mantiene una completa autonomía con respecto al autor y al lector, pues recibe su determinación en cuanto es representada y reactualizada. De modo que existen tantos Quijotes como lectores de este en distintas épocas y contextos. En tal sentido, “Pierre Menard” se erige como un relato que demuestra la intemporalidad de la obra de arte, pues cada repetición de su lectura es “es tan originaria como la obra misma” (Gadamer 168), lo cual altera la continuidad lineal entre el espacio de la escritura y la lectura. Así, la obra de arte se sitúa en un espacio supra-histórico, y para fundamentar este segundo aspecto me serviré en lo sucesivo del texto de “Sobre la utilidad de las cosas” de Nietzsche, con el fin de explicar la resignificación de los sentidos en distintas circunstancias de una realidad histórica.
           
1.1.- La interpretación de la obra de arte como juego:
Pues bien, para poder sostener que “Pierre Menard” es un relato que constata la autonomía de la obra resulta necesario aclarar, en primer lugar, en qué sentido se entiende la obra como la realización de un juego. La representación del Quijote constituye el juego mediante el cual “los jugadores representan una totalidad de sentidos para los espectadores” (Gadamer 153). Es juego porque se manifiesta en el movimiento continuo entre quienes construyen y actualizan los sentidos contenidos en el texto. Así, el juego es de carácter medial, ya que aquellos sentidos son resignificados en tanto que hay un espectador que comprende y dialoga con la representación del juego. De este modo, para Gadamer “el espectador forma parte del juego pese a toda la distancia de su estar enfrente” (160) y, en última instancia, el juego se realiza para él. En el caso de "Pierre Menard", el espectador se identifica con Pierre Menard y en su figura se puede encontrar la realización plena de la definición de espectador y jugador que postula Gadamer en su hermenéutica de la obra de arte. Ello debido a que es un lector que no limita sus lecturas al mero goce estético, sino que asume una postura contemplativa e interpretativa desde la cual requiere reescribir sus lecturas para poder ser capaz de cualquier idea. En este sentido, no es azaroso que todo el catálogo de sus obras visibles corresponda a textos en los que Menard interpreta, analiza o traduce otros textos anteriores, como por ejemplo:
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903) […].
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
 l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard ­recuerdo­ declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica (Borges 445).
 Incluso, la empresa de llegar a pensar como Cervantes, adquiriendo su lengua materna y algunas de sus costumbres para coincidir con la  escritura del Quijote, revela la voluntad de agotar todos los sentidos posibles que presenta una obra, hasta el punto de cometer plagio  –en el caso de que se juzgue desde una perspectiva canónica.
Por lo tanto, se advierte que en “Pierre Menard” la dicotomía convencional de autor/escritor es derribada, puesto que ambas figuras pertenecen a una misma esfera en el instante que se difuminan e intrincan en las prácticas interpretativas que se dan lugar sobre el Quijote. Así, Pierre Menard funge a la vez como lector, traductor y autor: lector porque accede al Quijote de Cervantes como un espectador contemplativo; traductor porque interpreta el Quijote desde sus condiciones de producción originarias para llegar a una interpretación actualizada; y, finalmente, autor porque escribe su propia lectura cargando de otros sentidos a un texto anterior. Una de las condiciones que favorece a que Pierre Menard emprenda su empresa, descrita en las siguientes palabras: “su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes” (446), consiste en la siguiente declaración: “mi recuerdo general del Quijote, simplificada por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito” (448). Tal afirmación revela la posibilidad de escribir un libro a partir de la apropiación de sentidos que ha dejado una lectura lejana. Este tipo de lectura genera la impresión de que el libro, en realidad, aún no ha sido escrito y que constituye una epifanía del lector. De manera tal que nuevamente el lector adquiere el protagonismo para completar la obra de arte, en cuanto pone en discusión las ideas que han sido consagradas y que han anquilosado el sentido de un texto. Es en esta problematización cuando Menard roba a Cervantes cada una de las palabras puestas en el Quijote, con el fin de impregnarles otros significados que han sido enriquecidos desde la posición ocupada por el lector/traductor/autor, lo cual conduce a pensar al mismo tiempo que “el significado es un efecto frágil del lenguaje” (Rodríguez 107).
Reinterpretación urbana del Quijote con su escudero en alguna
plaza de Bruselas.
Asimismo, para Rodríguez este ejercicio implica una triple destrucción: “por un lado, la idea de identidad fija de un texto; por el otro, la idea de autor; finalmente, la de escritura original” (108). Es así como se pone en cuestión la posibilidad de que un autor sea capaz de concebir en su escritura una idea única e irrepetible, a la vez que se descree de la autoría efectiva de una obra. Por lo tanto, la interpretación y la resignificación comportan procesos que son valorados en mayor grado que la mera pretensión de escribir una obra. Es por esto que Borges juzga que el texto de Cervantes en contraste con los fragmentos escritos por Menard  “son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)” (449), pues se han ejecutado a partir de la apropiación interpretativa de los sentidos contenidos en el Quijote.  De este modo, las diversas resignificaciones que emergen de un texto dependen del lugar desde donde se juzgan los sentidos. Es así como la lectura del Quijote desde la posición de Menard constituye una construcción a partir de lo que se juzga que sucedió, tal como se constata en las siguientes líneas: “la verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (449). En este sentido, el fragmento que se transcribe en “Pierre Menard” guarda estrecha relación con la anterior idea: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (449). La verdad no es sino interpretación de lo que se juzga que ocurrió en una determinada comunidad.
            Por lo tanto, el Quijote como obra de arte es una construcción, pues “se trata de un todo significativo, que como tal puede ser representado repetidamente y ser entendido en su sentido” (Gadamer 161). Así, la construcción es también juego porque “alcanza su pleno ser cuando se lo juega en cada caso” (161), vale decir, en el instante que se presenta a sí misma como una totalidad de sentidos para ser mediados por la interpretación del espectador. De lo que se sigue que el juego está referido a su representación y guarda completa independencia de la determinación de sentido que puede realizar el artista y el espectador sobre la obra, debido a que esta recibe su sentido a medida que representadores de distintos contextos y posiciones interpretativas construyen sus significados. De este modo “el juego mantiene frente a todos ellos [artista y representador] una completa autonomía” (155), lo cual permite concebir que una obra como el Quijote siga cumpliendo su función de objeto artístico en contextos distintos al de su momento de producción. Esto se explica porque el Quijote en tanto obra de arte es una construcción que “ha encontrado su patrón en sí mismo y no se mide ya con ninguna otra cosa que esté fuera de él; reposa sobre sí mismo” (155). De este modo, Menard cuenta con la posibilidad de escribir “los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y un fragmento del capítulo veintidós” (Borges 446), luego de haberlos representado mediante sus propias significaciones. Ello deja la puerta abierta a que futuros espectadores repitan el proceso de interpretación sobre la obra, sin que se establezcan contenidos consagrados que puedan anquilosarla en una idea fija.   
            Sin embrago, “no se trata, pues, de una mera variedad subjetiva de acepciones, sino de posibilidades de ser que son propias de la obra; esta se interpreta a sí misma en la variedad de sus aspectos” (Gadamer 163). De este modo se explica la factibilidad de volver a escribir el Quijote a partir de su relectura y generar una nueva variación de su modelo original. Este ejercicio es constitutivo de un proceso de interpretación, ya que se recrea a partir de “la figura de la obra ya creada, que cada cual debe representar del modo como él encuentra en ella algún sentido” (165). De manera tal que en “Pierre Menard” se lleva a cabo un proceso de interpretación que dice relación con los nuevos significados que Menard se apropia desde su posición de representador: “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas” (Borges 450). Por consiguiente, Menard aporta nuevos sentidos a su versión del Quijote y que podrán ser advertidos por un próximo lector que emprenda su propio proceso de interpretación, tal como lo constata Borges en su papel de reivindicador de la labor literaria de su difunto amigo ficticio: “¿confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote –todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard?” (447). Entonces, resulta imposible leer el Quijote cervantino desde sus circunstancias originales cuando ya se ha leído una variación interpretativa de la obra o, incluso, con el solo hecho de ser un lector del siglo XXI, puesto que la valoración de los sentidos han sido reactualizados en todas sus dimensiones, tanto históricas como experienciales y estéticas.
    
1.2.- El jugador de la obra de arte, su fundamental refundador:
Así pues, los lectores se enfrentan a una obra teniendo como referencia el modo de “los que ya hicieron lo mismo en otras ocasiones” ( Gadamer 164). Es así como una obra literaria para poder mantenerse vigente exige de la representación de un lector con el fin de hallar su ser de arte, pues de modo contrario su función de presentar una totalidad de sentidos caduca y se anquilosa en ideas fijas y consagradas. Borges advierte esto en las siguientes líneas de “Pierre Menard”: “Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria” (450). Es “más notoria” porque “el sentido emerge, fundamentalmente, en el acto de leer” (Rodríguez 106) y de otorgar nuevos significados mediante la apropiación de los modelos originales. Ahora bien, cabe preguntarse porqué en “Pierre Menard” se opta por la escritura del Quijote y no por otra obra, y la respuesta ante esto es que su modelo sigue operante en tanto que se realiza una interpretación sobre los significados que contiene. De modo que en cuanto el espectador se confronta con el modelo de la obra se estimula la recreación de esta puesta en otros patrones de sentidos, con lo cual se permite expresamente la libertad de configuración  y “se mantiene abierta hacia el futuro la identidad y la continuidad de la obra de arte” (Gadamer 164). No obstante, “por el hecho de que unas cosas están sirviendo continuamente de modelo a las siguientes, y por las transformaciones productivas de estas, se forma una tradición con la que tiene que confrontarse cualquier intento nuevo” (164).  
El lector loco con su vecino retratados en el respaldo de un asiento
de una plaza en Toledo.
Ante esto, “quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria” (446),  porque, en realidad, la empresa de Menard consiste en escribir la interpretación de su lectura del Quijote y no en imitar las condiciones que llevaron a Cervantes a escribir su propia versión. Considerando esta distinción, ambas versiones poseen significados radicalmente distintos, pues “se lee siempre desde una tradición cultural, que muchas veces se construye” (Rodríguez 110). Por tanto, la variación de Menard sobre el Quijote da cuenta de que es una obra contemporánea a cualquier presente en tanto que se mantengan sus funciones cuando son reactualizadas por sus representadores. No obstante, su función originaria nunca se borra del todo y es lo que permite que sea reconstruida en distintas representaciones. En este sentido, la reconstrucción que Menard hace del Quijote es catalogada por Borges como “la [obra] subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa”  (446). Ello debido a que a través de su escritura Menard enriquece los capítulos del Quijote mediante la tergiversación y las anacronías que expresan, a fin de cuentas, apropiaciones de los significados que ha proporcionado el precursor cervantino. Asimismo, su obra “subterránea”, “impar” e “inconclusa” se rige por su idea de que “todo hombre debe ser capaz de todas las ideas” (450) y que en un futuro esto será posible, de modo que Cervantes como precursor del Quijote da la posibilidad de que Menard se convierta en precursor de su propia interpretación del Quijote, la cual constituye una versión no definitiva y distinta a la inicial.

1.3.- Menard y Don Quijote: dos ludópatas irremediables:
En este sentido, Rodríguez detecta una semejanza entre la lectura obsesiva del Quijote y la de Menard: “Ambos son lectores locos que conciben proyectos anacrónicos: restaurar la figura del caballero andante, por una parte, y escribir, por otra, un libro preexistente” (108). Según esto, ambas figuras constituyen modelos de lectores que propugna Borges, en cuanto que renuevan los patrones convencionales de autor/lector/traductor y permiten hacer de la obra de arte una interpretación que nunca se completa y que se manifiesta como juego en los representadores de sentidos. En “Pierre Menard” Borges aclara explícitamente esta pretensión en las líneas finales del relato: “atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?” (450). Sin embargo, dichas atribuciones no son asociaciones arbitrarias, sino que responden a una contingencia de las condiciones de acceso a la obra de arte, pues “esta pertenece realmente al mundo en el que se representa” (Gadamer 161). En el caso de que la valoración de una obra se aislase de dicha contingencia, “el resultado es una abstracción que reduce el auténtico ser de la obra” (161). En cuanto a esto, Borges señala que “como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, solo aptos –decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas” (446). Ello debido a que la pretensión de abstraer la obra de sus condiciones de construcción -tanto desde los sentidos que recibe del artista precursor como de los que determina el espectador-, somete al representador a “supersticiones” que impiden efectuar una interpretación plena y abierta hacia un porvenir.

            En relación a esto, en el ensayo “La supersticiosa ética del lector” Borges define explícitamente su aversión por aquellos lectores y escritores que valoran las “tecniquerías” estilísticas en una obra, mientras que enfatiza su predilección por los que practican la reinterpretación constante de los significados contenidos en el texto literario. Los lectores supersticiosos son aquellos que “entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis” (202). Como se puede vislumbrar, Menard no se deja llevar por este modelo y, más bien, responde a su antítesis: un lector que ni siquiera se interesa por remitirse al recuerdo genuino de su primera lectura del Quijote y que, finalmente, acaba por tener una “imprecisa imagen” de la obra; es un lector que más bien se interesa por explotar las múltiples posibilidades de sentido que conforman el Quijote. Asimismo, el riesgo de asumir supersticiones en el juego de la representación consiste en atribuir trabajo estilístico en obras que hallan su riqueza en otros aspectos, y esta conducta se exacerba si se trata de una obra clásica, como bien lo es el Quijote: “tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir –excepto su escritor” (202). Sin embargo, “basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista […] y que le interesaban demasiado los destinos del Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz” (203). De esta forma, entonces, Borges establece el reverso del lector que desarrolla en “Pierre Menard”.

2.- La ironía como recurso estético en la construcción de sentidos en "Pierre Menard": 
De manera tal que “La supersticiosa ética del lector” publicado en 1930 en Discusiones sirve como antecedente para interpretar la lectura de “Pierre Menard”, texto publicado en 1941, ya que Borges declara una postura que se presentará en varios proyectos literarios de su trayectoria. Ambos textos tienen como referencia el Quijote y convergen en los planteamientos sobre el tratamiento estilístico de la obra. Por un lado, en “La supersticiosa ética" Borges señala que “la asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad” (204), de modo que a Cervantes le interesa más las voces de Sancho Panza y don Quijote que mantener el cuidado fonético y sintáctico de sus intervenciones. Por otro lado, en “Pierre Menard” se señala que “el Quijote […] es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo” (450). De modo que ambos textos comparten el rechazo hacia la fijación estética como principal indicador de la calidad de una obra de arte. Ante esto, resulta irónico que Borges rechace el afán estilístico en las obras literarias cuando las suyas muestran justamente un marcado sello personal que lo ubica en uno de los estilos más cuidados de las letras americanas. Sin embargo, en su texto De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía  Sören Kierkegaard señala que es posible que el hombre irónico sea un esteta (210), de lo que se sigue que la ironía constituye un recurso estético que demuestra la infinitud de las posibilidades que se presentan ante un espíritu irónico. De este modo, las producciones borgeanas dan cuenta de construcciones artísticas que propugnan ideas siempre abiertas hacia interpretaciones que incluso pueden ser contradichas.
Menard procede precisamente de esa forma y se constata en “su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él” (449). Esta característica le brinda la libertad suficiente para construir desde su posición las múltiples posibilidades de sentidos que presenta el Quijote cervantino. 

3.- La interpretación de la obra supera las condiciones de su contexto histórico:
Una obra pueda ser reactualizada en cualquier contexto de interpretación, ya que se superan las reglas contextualizadas que rigen el juego de valoración y apropiación de sentidos. El Quijote puede ser interpretado repetidas veces, pero cada una será distinta a la otra y, por tanto, “originaria como la obra misma” (Gadamer 168). De modo que la obra también alcanza su autonomía desde un punto de vista histórico, puesto que el acceso a ella es siempre distinto y tal como indica Gadamer:“un ente que es en cuanto es siempre distinto es un ente temporal en un sentido radical: tiene su ser en su devenir” (169). Así, cada una de las interpretaciones que construyen al Quijote no puede ser localizada en una temporalidad histórica, puesto que estas lecturas emergen en el representador como epifanías que hacen experimentar la falta de continuidad en la unidad total de sentidos que conforman la obra. A partir de esto, desde una terminología nietzscheana, es posible catalogar las diversas lecturas del Quijote como construcciones suprahistóricas, en el entendido de que constituyen “potencias que desvían del devenir la mirada, dirigiéndola hacia lo que da a la existencia un carácter de eternidad y de identidad” (91). De modo que los buenos interpretadores son aquellos que se posicionan desde una perspectiva no-histórica, con el fin de poner en relieve las intenciones personales que orientan toda búsqueda de conocimiento y rechazar las interpretaciones previamente fijadas, pues apegarse a estas conllevaría excluir una reconstrucción particular de los sentidos.
En el “Segundo fragmento: de la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos, para la vida”, publicado en Consideraciones intempestivas, Friederich Nietzsche realiza una explicación sobre la emergencia del sentimiento no histórico que es constitutivo de la acción precursora en la creación artística, a la vez que le imprime un grado de autonomía con respecto a los eventuales representadores de su contenido que emerjan en diferentes contextos. En tal sentido, Nietzsche enfatiza que “es desde un sentimiento no histórico que nace la acción verdadera: ningún artista realizaría su obra sin haberla deseado y haber aspirado a ella en una semejante condición no-histórica” (126). Este sentimiento no histórico significa la superación de los límites temporales concebidos tradicionalmente en el instante que “los recuerdos históricos se hacen demasiado abrumadores” (128). Por lo que cuando Menard decide emprender su empresa decide, a su vez, interpretar el Quijote en base a determinadas intenciones, las cuales están orientadas a resignificarlo. Una lectura superficial conduciría a concluir que Menard intentó imitar las “sofisterías” que siguió Cervantes para escribir el Quijote, y así lo constata la opinión de Madame Bachelier, quien “ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote” (Borges 449). Sin embargo, esta opinión es limitada en tanto que no incurre en la trampa que tiende Menard: cualquier imitación del pasado es su degeneración y nunca su transcripción genuina, de modo que tal como sostiene Nietzsche “su descripción no será más que un nuevo género de poesía libremente imaginada”(140). Esto vuelve a reafirmar que la representación del Quijote de Menard es diametralmente distinta a la de Cervantes, ya que ha sido escrita con intenciones interpretativas que enriquecen el modelo original, dejándolo abierto hacia futuras reactualizaciones.  
Don Quijote armado caballero (Valero Iriarte)
Por tanto, un lector ingenuo como Madame Bachelier comulgaría con una perspectiva histórica perteneciente a la de la historia monumental, a partir de la cual se toma consejo del pasado para poder interpretar un presente. De modo que “se impide la firme decisión en favor de lo que es nuevo; paraliza al hombre de acción” (132), ya que la libertad de acción queda limitada a lo que otras personalidades ya hicieron con éxito en un pasado lejano. No obstante, un lector más perspicaz como la baronesa de Bacourt advertiría en “Pierre Menard” la influencia de Nietzsche, opinión que Borges juzga como “irrefutable” (449). En el relato no se explicita cuál es esta influencia, por lo que me aventuro a sostener que esta se traduce en la forma que Menard concibe la historia, la cual guarda estrecha relación con la que postula Nietzsche en “De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos”. Ambos concuerdan, pues, que la historia se valora a la luz de interpretaciones que reactualizan los significados de sus acontecimientos, por lo que las representaciones de estos nunca serán iguales, “pues nunca puede salir del porvenir ni del azar nada absolutamente idéntico” (135). Por consiguiente, el historiador monumental es engañado por las analogías, pues se empeña en hacer coincidir forzosamente lo que ha ocurrido en un pasado histórico con lo que deviene en su propia contingencia. A partir de esto, es posible catalogar a Menard como un representador que realiza una historia crítica del Quijote, pues “rompe un pasado instruyendo severamente un juicio contra él” (138). Este pasado lo rompe al destruir la lógica convencional de autor/lector/traductor y al superar la superstición canónica del plagio, todo mediante la fórmula de la ironía. 

4.- Palabras finales de esta otra jugadora (o sea yo xD):
En conclusión, es posible afirmar que en “Pierre Menard” se constata que el acto de falsear y tergiversar se iguala al acto de la escritura y la lectura. Estas prácticas manifiestan la resignificación y reconstrucción de los sentidos que Menard hace del Quijote desde su modelo inicial. De este modo se reactualizan las reglas del juego para representar la obra, las cuales constituyen, a fin de cuentas, la esencia del juego, tal como lo señala Gadamer: “el verdadero objetivo del juego no consiste en darles cumplimiento sino en la ordenación y configuración del movimiento del juego” (151). En este sentido, la autonomía del Quijote como obra de arte se constata en dos dimensiones: la primera es desde su interpretación como metáfora del juego, puesto que como he sostenido, la obra de arte se reactualiza cuando un espectador resignifica sus sentidos y, por ello, el juego es medial. De este modo, en cuanto que la obra siga cumpliendo sus funciones artísticas está dispuesta a ser interpretada a partir de sus instrucciones particulares en cualquier contingencia de representación, pues conforma un juego que se manifiesta en los representadores en el instante que es jugado por ellos. La segunda dimensión dice relación con la interpretación del punto de vista suprahistórico, el cual es definido por Nietzsche como una “revisión del pasado histórico en el que los espíritus más elevados han impuesto sus concepciones de forma fortuita y violenta” (125). Un espíritu con esta cualidad es, pues, Menard, quien se ha apropiado de los sentidos del Quijote al punto de asignarles nuevos significados y de propagarlos hacia futuros lectores/autores/traductores. Asimismo, libera las lecturas del Quijote de las circunstancias contextuales en las que fue construido, sustrayendo sus interpretaciones del punto de vista de la historia monumental.
Don Quijote en la venta
Por ello, es posible construir múltiples representaciones del Quijote en distintas circunstancias históricas, lo cual inserta a esta obra literaria en un espacio lúdico que se presenta intemporal en la medida que su modelo aguanta múltiples construcciones de sus sentidos iniciales. Sin embargo, como ya se ha señalado, estas versiones interpretativas no son arbitrarias, sino que arrancan desde una tradición que ha adoptado una forma particular de representar. No obstante, Menard trasgrede esta tradición al plagiar irónicamente los capítulos del Quijote, pero otorgándoles otras intenciones interpretativas, como la disrupción de las figuras canonizadas de autor/lector y, sobre todo, proponer que si la obra literaria no tiene autor sus sentidos se colectivizan y pasan “a ser una medida de pertenencia a una lengua, un dialecto o grupo” (Rodríguez 111). Así, se muestra que las obras literarias de gran significancia como lo es Don Quijote de la Mancha son objetos de arte que no tienen significados definitivos, pues como advierte Rodríguez “el Quijote ‘final’ debe ser, por una parte, el resultado, la sumatoria, de sus innumerables y diversas lecturas” (112). Por lo tanto, en “Pierre Menard” se realza la importancia del lector por sobre el autor, ya que es quien rescata al Quijote de una crítica canónica que lo reduce a verdades fijas, con el fin de resaltar sus totalidades de sentidos actualizadas y reconstruidas por sus lectores. 

5.- Obras citadas:
Borges, Jorge Luis. “La supersticiosa ética del lector”. Obras completas, 1923-1957. Ed. Carlos V. Farías. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974. 202-5
---. “Pierre Menard, autor del Quijote”. Obras completas, 1923-1957. Ed. Carlos V. Farías. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974. 444-50.
Kierkegaard, Sorën. De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía. Trad. Jarck’s Fond. Madrid: Trotta, 2000.    
 Gadamer, Hans-Georg. “II. La ontología de la obra de arte y su significado hermenéutico”. Verdad y método, 1960. Salamanca: Sígueme, 1993. 143-81.
Nietzsche, Friederich. “Segundo fragmento: De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos, para la vida”. Consideraciones intempestivas 1874. Trads. Eduardo Ovejero y Mauryy. Buenos Aires: Aguilar, 1966. 53-101.
Rodríguez, Mario. “’Pierre Menard, autor del Quijote’. Biografía de un lector”. Revista Chilena de Literatura 67(2005):103-12. Web. 6 de enero 2014.
           <http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-22952005000200007&script=sci_arttext>