jueves, 29 de diciembre de 2016

De cómo aún seguimos siendo unas Marcelas

Y  por el amor que me mostráis,
decís, y aun queréis,
que esté yo obligada a amaros

-Marcela, la pastora-.


Siglo XVII, en un lugar de la Mancha, Marcela, la pastora. La que aparece en el capítulo XII del Quijote. Esa que rechaza sus privilegios de noble y prefiere su vida entre las cascadas del monte. La mujer incomprensible. La que tuvo el atrevimiento de no esconder su belleza exagerada y con ella provocar a todos. Esa que trataron de coqueta solo por ser amable con cualquiera. A la que los pretendientes creían que halagaban presionándola con sus ofrecimientos impertinentes. El motivo de obsesión de tantos hombres que creen ver insinuación sexual en donde solo hay simpatía. La que recibe la condena pública solo por ser sincera consigo misma. Esa a quien todos trataron como homicida de Grisóstomo por cantárselas claritas, ¿La tienen en mente?
¿Se acuerdan de la firmeza que tuvo que mostrar para defender su integridad y que, a pesar de eso, al final del capítulo aun así queda como la “esquiva hermosa ingrata”? Es más, ¿Por qué debe siquiera mostrar firmeza para conservar su libertad que los hombres ya tienen garantizada desde siglos?
Menos mal que andaba por ahí don Quijote, el único que se comportó a la altura de las circunstancias espantando a los impertinentes –dejemos pasar, solo por esta vez, la violación que comete contra Maritornes en otro capítulo-. Menos mal que también la poética cortesana salvó a Marcela de ser asesinada por su sinceridad y solo optó por suicidar a Grisóstomo. Menos mal que esto parece ser un asunto de otra época.
Pero no. Siglo XXI, en un lugar de Chile, de Latinoamérica, del mundo, y Marcela sigue existiendo, ahora sin quijotes, sin delicadezas cortesanas. Marcela se repite en cada una que decide tener un trato social sin esconder sus espontaneidades y por ello recibe la culpa. Y se vuelve a la misma pregunta: ¿por qué estamos aún en la circunstancia de tener que seguir luchando, de tener que seguir recurriendo a la aburrida arenga de la defensa de nuestra libertad, que a estas alturas ya debiera ser obvia?
Una mirada amable, una sonrisa deferente y puede ser suficiente motivo para generar la atribución de acosarnos. Total la culpa sigue siendo nuestra. Y estoy cansada de tener que cuidarme de eso, de recordar que soy mujer y que por ello debo estar mucho más atenta. De percibir una opresión que pareciera propagarse sordamente sin ningún punto de localización. Una opresión que por estar tan naturalizada se muestra inofensiva, una anécdota doméstica.  
Sí, la opresión sigue siendo nuestro problema. Y es por ello que es necesario hacer el trabajo de reconocer las maneras específicas en que se manifiesta, por muy escurridiza que sean sus formas de operar. El ejemplo de Marcela siempre me ha servido para esto, cada vez que me queda la culpa por permitir otro asedio, simplemente por ser amable, simplemente por ser.
Es cierto que la opresión contra el género femenino se da de múltiples formas, pero llegado el momento de precisarlas se nos escabullen y las reducimos a las formas de violencia más evidentes. Por eso me parece que aún nos quedan muchas más por visibilizar. Hay tantas que se asoman en nuestras relaciones interpersonales más triviales y que, sin darnos cuenta, contribuyen a que se siga perpetuando justamente el acto violento más evidente, ese que los noticiarios les encanta mostrar.
Si Marcela volviera a ser representada en esta época, tengan por seguro que su aparición concordaría con la de una chica en un bar conversando distendidamente con un hombre que acaba de conocer. La conversación es interesante y ella no se reprime su curiosidad por lo que hablan, porque se sabe libre. Su entusiasmo, por favor créanme, no tiene ni una pizca de interés amoroso. Pero el tipo no tarda en mal interpretarla y comienza a presionarla. Y si se atreviera a quejar del acoso, la gente de alrededor no dudaría en recriminarle su ingenuidad ("Pero cómo se te ocurre sonreírle!, no viste cómo te miraba?"). Y como es Marcela la que vuelve a lidiar con este sin sentido, sacaría fuerzas para decir lo mismo que hace cuatro siglos atrás: “¡Mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa!” (225).    
La única culpa que hay aquí es de quienes siguen identificando la figura femenina con categorías esencialistas: la mujer como naturaleza, como lo desconocido, como lo sensorial, como lo corpóreo, como lo misterioso. Puras ideas prejuiciosas que continúan favoreciendo la continuación de la creencia de que somos susceptibles a ser poseídas, conquistadas. Pues entiendan, la chica del bar no es simpática porque quiere que un tipo la corteje, le insista, le acose, la viole. Ella es así porque es libre de articularse en las posiciones de sujeto que le plazcan en las múltiples relaciones sociales que desea ser parte. Porque no tendría por qué sopesar a cada momento la relevancia de la diferencia sexual. Y, sobre todo, porque por ser mujer no tiene por qué restringir su comportamiento para no provocar su propio acoso.     
En fin, nos queda seguir recordando el valioso ejemplo de Marcela, la pastora, aunque resulte una lata tener que hacerlo, como si se tratase de un asunto aún no sabido.


sábado, 3 de diciembre de 2016

Destino Infierno

Estación Puerto. Se inicia el cierre de puertas.
Es una de esas tardes cálidas de invierno y Mariana recuerda lo que una vieja amiga le dijo una vez: no hay cosa más insoportable que estar triste en un día despejado. Pero es que en realidad, el paisaje de la ciudad no ayuda mucho a estar de otra manera. En cada uno de sus mínimos rincones hay algo esparcido de él: por allí va cruzando calles con su paragua negro, más allá se confunde con los peatones de la avenida y vuelve a aparecer en la cara de cualquier hombre, porque todos los hombres podían parecérsele, porque él era todos los hombres en uno. La sombra de alguien a quien nadie conoció nunca.
Estación Bellavista.
Mariana ha vivido siempre en la misma ciudad, pero que, a lo largo de su vida, ha sido muchas distintas. Nada tiene que ver aquella ciudad tornasol que recordaba en su infancia con la de hace un año. Y hoy, por culpa de este hombre vulnerable como el cielo a punto de romperse a llover, Mariana se ha quedado sin ciudad. Se ha quedado huérfana, ajena hasta al mar que hoy se presenta más indiferente que nunca.
 “Me gustas cuando callas, porque sí nomas”. Un grafiti que le gusta leer cuando el tren pasa por ahí. Uno de los pocos consuelos que la ciudad ha olvidado destruir.
Estación Francia.
Sea lo que fuere que estuviese haciendo, Mariana siempre se detiene aquí a escrutar el desfile interminable de personas entrando y saliendo del tren. Podría subirse él. Pareciera que mientras más se esfuerza en invocarlo, más se pierde. Pareciera que desde aquel día hubiese dejado de existir, aunque parece que en verdad nunca existió.
Estación Barón.
En esta tarde cálida de invierno donde se puede ser perfectamente feliz, no hay lugar para Mariana. Qué crueles le parecen esos amigos que se encuentran en el convoy y se saludan alegres, o las familias paseando con ese aire satisfecho de saberse protegidas ante cualquier imprevisto. La única palabra que puede explicar esa sensación ni siquiera la puede encontrar en español. “Disagio”, que en italiano significa algo así como sentirse incómodo en una situación, es la que mejor calza para su estado y no tanto por su definición, sino más por su sonido que le evoca el gesto de un desprecio cargado de rechazo a pertenecer a algo.
Estación Portales.
Debe bajarse. La invitaron a tomar once, pero nadie la espera en verdad en ninguna parte. Desea continuar entregada a esta única manera de estar en un no lugar, dejándose llevar por el vaivén de los durmientes que le quitan la obligación de tener que decidir algo. Desata el caudal de monólogos internos que a la hora de verbalizárselos a cualquiera habría sido incapaz de hilar siquiera una frase coherente. Podía tener las ideas más geniales, pero al momento de demostrarlas desperdiciaba la oportunidad diciendo cualquier cosa, menos lo que quería.
Estación Recreo.
El cielo enrojecido y por la ventana del tren el puerto se va alejando. Una luz reverberante embellece tristemente la bahía. Lo bello y lo triste. Una mezcla fulminante. Todos a quienes Mariana ha visto hasta ahora se han mostrado demasiado indolentes a esa mezcla. Si la realidad fuera justa, debiera comenzar a sonar “Almost Blues” antes de que el tren entre al bostezo de la tierra.
Estación Miramar.  
Cuando se fija en el rostro irritado de la pasajera de al frente, de unos 50 años, Mariana se da cuenta de que su tristeza de esa tarde no era más que una variante de algo parecido a la felicidad. Y se le desborda de una manera tan extraña que llega a sentir vergüenza. Olvidaba que ante una mayoría gris es un despropósito tener un regocijo propio, y que por ello lo natural era recibir las miradas de reproche de esos rostros severos.
Estación Viña del Mar.
Una felicidad que se parecía a los sollozos que quedan atragantados en el pecho después de ser consolado el llanto. El intento de encontrar fuera de sí algún punto de consuelo. La certidumbre de no conocer a alguien capaz de ser cómplice de esta felicidad triste. La certidumbre del reproche.
Estación Chorrillos.
Desconsuelo de huérfana. Sobre las colinas, siluetas de árboles recortándose en un cielo anochecido. Cajitas de fósforos colgando en los cerros dormidos como dinosaurios. Las luces naranjas de los faroles desgranándose unas tras otras. Una lágrima gruesa y certera cortando su mejilla.
Estación El Salto.
Un hombre joven con su cuerpo recorrido de espasmos eléctricos. Sus manos las apoya en la baranda como cuando se logran unir dos imanes de polos opuestos. Se planta como puede al medio del convoy y dice que quiere cantar, pero sin más se pone a recitar un poema. Sus palabras se enrollan en sí mismas. Suenan como una terrible confesión de un niño atrapado en otro cuerpo. Se le oye decir “juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”. El resto es confuso, pero es suficiente consuelo para Mariana. Sin mirarlo lo escucha, atrapándose más en su voz dificultosa que en el contenido de sus palabras. Porque eran como el llanto de una ola que nunca reventaba y dentro de ella, la persona más sola del mundo.  
Cuando terminó de recitar, el muchacho fue por cada puesto recibiendo monedas. Mariana aprovecha de mirarle minuciosamente los pies para comprobar si solo era un buen actor. Pero era un real enfermo. Como nunca, Mariana saca de su bolsillo una moneda. Y al alzar su vista para dársela, se encuentra con la boca del chico acercándosele para darle un beso.
No gracias, está bien así, dice turbada. El muchacho se retira y al recibir la moneda de la pasajera cincuentañera del asiento de al frente, repite el gesto de darle un beso. Esta vez, la señora irascible lo abraza con una efusividad exagerada, como reprochándole a Mariana haberle negado el beso. Y el muchacho se vuelve a plantar al medio del convoy como para decir un nuevo poema. Pero en vez de eso, mirando fijamente a Mariana, grita: muchas gracias a todos los que me recibieron, y los que no, se pueden ir  a l  I n f i e r n o.   
Revientan los aplausos como si hubiera acabado un juicio que ha fallado en contra de un culpable.
Y a Mariana no le queda más que tragarse las lágrimas en una risa  frenética, pues ¿acaso sería necesario bajarse en la estación El Infierno si ya se encontraba en él?