sábado, 25 de abril de 2015

A eso


Que sucede sin ser dicho
Que transcurre subterráneo,
Lago blanco, lago sordo
Sugerido entre medio
De cada rictus de tus ojos.
A eso que no sé cómo
Decirlo sin lo y eso
Sin rondar con alusiones
Adjetivas relativas
A eso que nos sucede
Y callamos porque excede
-Lo que ya tiene palabra-
No me importa, no lo quiero
De aquello que en niebla pasa
Te hablaré en el silencio
De un desayuno quieto
Mientras miras las noticias
Y no atiendes a mi urgencia
Caminando por el pueblo
O arreglando la luz rota
En medio de esta oscuridad
Que ya no niega, no nombra
El balbuceo que estira
Tus confines con los míos
Hacia eso innombrable,
Silencioso, impensable.
Yo sé que tú sabes de eso
Tu garganta te delata
Lo secretamente aquello
¿Entonces por qué lo callas
Con frases hechas, gastadas?
¿Por qué mientes este momento?
Con las mismas palabras?
¿O acaso no te das cuenta
De la sombra que proyecta
Esta muda transparencia?
Mejor hablar delirante
De lo que no se puede hablar
No callarlo, disolverlo
En un lago blanco, en mí
En este instante de ríos
Indescifrables, amorfos
Que socavan la intimidad
Extrañamente anónima.
No nos hagamos los tontos
Porque nada tiene que ver
La muerte con la muerte
Ni que realmente volveré
A ver ese transeúnte
Al que incliné mi cabeza
Luego de un hasta luego.
Prefiero decirle eso
Y quedar impertinente
Pendulando junto al verbo
¿En instantes como estos
Qué es aquello que se asoma
Sin sombra, sin forma
Esa cosa sin sustancia
Encerrada en el silencio
Impronunciable y discreta?
En instantes como estos
Te diría, por ejemplo,
Que en una esquina de un río
Hay edificios curvados
Rozando con oscuridad
Sus cornisas derruidas
Mi infancia petrificada
En un sereno abandono
De cuartos deshabitados
Tras la siesta del domingo.

domingo, 12 de abril de 2015

La abuela


En la infancia las reuniones entre amigos se daban en cualquier esquina del barrio. Se tramaba toda la aventura de la tarde, aunque generalmente los sucesos extraordinarios transcurrían por sí solos: mientras los muchachos corren por el estero encuentran a un sapo atropellado por una de esas motos de carrera, lo pisan hasta reventarle el estómago que sale expulsado por su viscosa boca de anfibio, y junto con ese estómago sale disparado también el accesorio de la casa de muñeca que la niña de la casa 338 buscaba con vehemencia. Luego, cuando todos tienen sus frentes sudadas y los pelos chuzos salpican el agua corporal, a eso de las 6:30 p.m. pasa por la calle la mujer de edad indefinida gritando ¡Pasteles de la Ligua!, señal suficiente para indicar que la tarde ha acabado y que despacha a los niños con un sordo regocijo en sus mejillas hambrientas. Llegan a casa, allí huele a fritura y como telón de fondo se escucha el sonsonete de Sábado Gigante o de la Radio Festival, mientras la abuela prepara algo que nadie se detiene a descifrar, porque las abuelas del mundo siempre se mueven como si estuvieran preparando algo, pero no es más que parte del cuadro general que compone la confortabilidad de la infancia.
Y así sigue la abuela tramando cosas que solo se pueden hacer bajo su resguardo, sin que alguien repare minuciosamente en lo que está haciendo; pero la nieta, ya no una niña, intuye que solo es un rumor de pasos que no van a un lugar preciso, un rumor de pasos decididos que intentan disfrazar en perentorios los inútiles quehaceres. Pero su constante rumor es necesario para evitar que las piezas quebradas de la casa, los trozos dispersos de la nieta, se pierdan entre la displicencia, aunque la displicencia es solo lo que la abuela recibe de su nieta. La abuela es un muro más de la casa, la casa sin ese muro se anega.
Un día la nieta se reúne con sus amigos, ya no en la esquina del viejo almacén, no hay necesidad pues los amigos ya no son del barrio, son de otras circunstancias que los han juntado por obligación, amistades que nacen irremediablemente por un contexto ya dado. Pero para nosotras no corre lo mismo. La nieta, que por mayor conveniencia llamaré Ada, me contactó un día porque había soñado conmigo. Solo nos habíamos visto una vez en la casa de su novio. Ada venía saliendo de una larga relación cuando inició una con su nuevo chico. Yo estaba en una situación similar y por eso me empeñé en observar su comportamiento, pues en aquel momento necesitaba un espejo, ver cómo otras personas actuaban en circunstancias parecidas a las mías. Ninguna coincidencia del contexto nos pudo haber inducido a un encuentro, no había nada que nos pudiera haber unido. Pero ella soñó conmigo y yo también había soñado con ella. El pudor me impidió contárselo y cuando ella lo hizo el alivio fue grande.
En una vereda, sentada junto a su novio, veía a Ada que tenía el rostro lánguido, como el cansancio que se tiene después de haber sostenido una fatigosa discusión. Al frente de la pareja yo pasaba con el mismo ánimo que veía en Ada, como con la sensación categórica de haberme equivocado en algo, y como con una mirada soslayada, Ada me susurra con gravedad que debía darme un consejo, y no dijo más, porque una masa de gente me comenzó a arrastrar por la calle hasta perderme y perder de vista a Ada. Su consejo quedó en el misterio, interrumpido; su consejo, pensé, me libraría de esta culpa inexplicable que arrastro; su consejo y, por tanto, la oportunidad de enterarme de una verdad, se desvaneció en cuanto vi el techo blanco sobre mi cama y comprendí que ese consejo nunca me sería dado, que se esfumó en cuanto ya despierta busqué una foto de Ada y vi en sus ojos que no serían capaz de volver a recordarme luego de esa noche, y guardando vergonzosamente ese sueño secreto nunca más la volví a ver. Hasta que semanas después recibo un mensaje en el que me confiesa haberme soñado. Razón suficiente para volver a vernos en nuestras vidas una segunda vez. El consejo, el preciado consejo que me faltaba, por fin lo escucharía, ya sea como si me lo dijera con el tono de una confesión, o bien infiriéndolo en las intenciones y énfasis que le imprimiera a cada palabra. Solamente ella estaba facultada para dármelo, pues yo estaba embrutecida con la idea, ilusoria o cierta, de que ella ya había vivido idénticamente pero de forma anacrónica mi propia experiencia. Idea estúpida, pero aliviadora. Yo estaba convencida de que al haber roto con mi novio y comenzar una nueva relación, era una forma de haber cometido un crimen despiadado con resultado de muerte. Me veía representada en cada homicida de cada película que veía: yo era el desdichado Dave de Río Místico y también el desconsiderado Ho Po-Wing de Happy Together ¿Se puede resistir el peso de vivir con una idea así de sí mismo? Una sola palabra de quien haya pasado por el tormento de sentirse homicida sin haber matado materialmente a alguien podía bastar para aliviarme. Así pareciera que entregar la vida al amor y a los consejos es tan tentador como la idea de retornar al pecho materno: la voluntad se suspende y, por consiguiente, también la conciencia de muerte. Al igual que Olof Palmer cuando declara a su entrevistador que nunca ha pensado en su muerte, comenzamos a vivir como inmortales sin pensar en qué se escribirá en nuestro epitafio. El consejo me libraría de toda la carga de la decisión.
La abuela de mi novio había muerto justo en el tiempo en que lo abandoné. Mi novio solo vivía con ella y en la casa no habría más un telón de fondo que cubriera las grietas del techo por las noches. En vez del rumor de pasos lentos, irregulares y urgentes se instala un silencio desértico. La radio festival no sonaría más. Y yo tuve el coraje de dejarlo enterrado ahí, lidiando con ese silencio ensordecedor. Yo, que lo amé desde mi infancia, fui capaz de dejarlo solo en ese patio en que su abuela se sentaba tardes enteras mirando hacia el cementerio, comentándome o comentando al aire a cada tanto que estaba mirando hacia su próxima casa, mientras se arremolinaba entre su chaleco de lana verde pasado a humedad y, como si consiguiera acercarse un poco más a su próxima casa, estiraba su cuello hacia el noreste de la ciudad con cierto dejo de sereno orgullo. Luego, nos hacía la once.
Algo así traté de decirle a Ada la tarde que nos volvimos a encontrar. Pude hablarle de la intimidad que se empeña callar y de esa experiencia que transcurre subterránea y sigilosa a los hechos que todos juzgan como irrefutables. Lo que se calla porque simplemente no se puede hablar, lo que se calla pero se asoma justo en esa comisura de los ojos y me delata y te delata que hay algo que nunca se puede decir, que hay algo que nos condena a una soledad inexorable. Ada me escucha con un modo diferente de silencio. Terminó diciéndome que debería probar con ir a hablarle de esto a la tumba de la abuela. Y hablarle de qué, si a una abuela muerta, si a cualquiera, le podría parecer todo esto tan críptico. Decirle por ejemplo: que mientras hacía su siesta de cada tarde las paredes verde agua de su casa me servían como cómplices que ahogaba mis gritos de placer en la habitación contigua; decirle que aquel día que entró en ella reclamando que allí estaba yo gimiendo como una puta, pero que al no encontrarme por ningún lugar se disculpó con su nieto por su arrebato, yo realmente estaba allí escondida en el armario completamente desnuda. Decirle que cuando la veía dormir sus siestas me quedaba minutos tratando de captar si aún respiraba mientras una mosca le caminaba en la frente. Decirle tantas cosas inútiles que he preferido solo recordarlas sin palabras ¿Cómo hablarle del efecto al encontrarla allí esperando en su cocina a que en madrugadas de invierno su nieto llegara con los zapatos embarrados, fingiendo haber llegado solo y sobrio, cuando en realidad yo estaba esperando entrar sin hacer ruido por la otra puerta? No hay manera.
Ada se despidió de mí. Me invitó a comer choripanes a su casa con sus amigos el sábado. Y nos separamos. Caminé varias cuadras cerro arriba, con la cabeza gacha. Me di cuenta que iba absorta mirando el suelo porque de pronto una anciana apoyada en el umbral de su puerta me llamó con urgencia. Su mano brusca como si rasguñara el aire hacía ademán de que me acercara, mientras su otra mano sostenía un cuaderno.
- Mijita, por favor, soy la Tencha ¿puede decirle a la Irmita este número de teléfono? Pase, pase.      
            En efecto, la anciana estaba completamente ciega, una pupila de un sordo celeste invadía la totalidad de su globo ocular. Sus ojos al reflejarse con la luz del día adquirían una materialidad parecida a la de los ojos plásticos de los osos de peluche. Se notaba que llevaba esperando en su puerta mucho tiempo a que pasara alguien. En verdad, a esa hora la calle era bastante concurrida, pudo haber retenido a cualquiera, pero agudizando su olfato descartaba a cada transeúnte hasta detenerme a mí quién sabe por qué.
La casa de la abuela ciega
            Vacilé un poco en decidirme si entrar en su casa, pensé que pasaría allí toda la tarde escuchando pacientemente la historia de su vida, pero al ver el apremio de la anciana a que alguien dictara por ella los números a la Irmita que estaba esperando detrás del teléfono, accedí, no sin cierto morbo. Mientras me acercaba a su casa me apostaba a mí misma que en su interior estaría atiborrado de pequeñas figuritas de losa, paños de pitilla por doquier, bolsas y más bolsas envolviendo las mismas bolsas, y la inexorable estela de polvo abrigando cada contorno. Al ingresar el prejuicio se confirma. El teléfono está descolgado y a través de él se escucha el murmullo de palabras rápidas y exclamativas de una voz femenina. La Irmita debe ser. Levanto el auricular y pienso en decirle: mucho gusto Irmita, me complace conocerla en esta situación un tanto particular. Justo venía subiendo por esta calle totalmente sustraída en ideas vagas, como por ejemplo de que los instantes vividos como estos están condenados a la incomunicabilidad y que justamente en este momento en que me siento desbordada de mucha experiencia y pocas palabras para contarla, me hallo en la angustia de tener la certeza de que usted, yo, todos, moriremos sin haber podido referirnos a eso que transcurre precisamente ahora en la memoria de la voz más profunda y que descartamos articularla, porque no viene al caso, porque a quién le puede importar que cuando usted escucha mi voz tal vez evoca, sin razón alguna, la melodía de un bolero de su infancia, o que yo, precisamente ahora tengo este impetuoso deseo de hablarle así sin más, y que me lo refreno para ahorrarle a usted, a mí misma, la incomodidad de la vergüenza. Quiero decirle también que me agrada en extremo que usted para mí solo sea una voz y que es incluso un hecho estético que estoy empezando a pensar en cómo hacerlo cuento. Tremenda es la coincidencia de que justo en el momento en que venía pensando en esa impresión tan particular que me da la evocación de una abuela cocinando y muriendo un sábado por la tarde mientras los niños se revuelcan, los jóvenes se drogan, los niños y jóvenes vuelven donde la abuela a reencontrarse de nuevo con la única forma de ser que pueden ser estando al frente de ella. Esta impresión que le cuento es de lo que le hablaba antes: este tipo de evocaciones que me complazco en guardar, que todos se complacen en guardar, yo lo sé, pero que nadie se refiere a ellas porque no se puede simplemente, o porque tal vez se hablan como si fueran conversaciones domésticas y por ello no se toma el peso del relato y de cada una de sus inflexiones. Como se puede dar cuenta, señora Irmita, ni siquiera puedo decir una palabra que defina esa impresión que pasa subterránea por mi vida y solo me queda decir siempre “esa” y no otra cosa. Disculpe mi ridiculez, querida Irmita.
            Y con esta última oración pude convencerme de callarme toda esa letanía absurda, y en su lugar escogí decir torpemente:
-Buenos días, la señora Tencha me pidió que le dictara los siguientes números: 2352409.
            Como si la señora Irmita no le importara estar al teléfono cuanto tiempo fuera posible, el rumor que hacía del otro lado era como si continuara haciendo la rutina de su vida, o más bien como si el teléfono fuera una prolongación de su oído y pudiera hablar a través de él cuanto quisiera. Así, escuché que mientras anotaba el número que le dicté hablaba con un hombre en un cuarto blanco y vacío, o al menos eso me parecía a mí. Señora Irmita imaginaria. La señora Tencha me debe haber hecho hablar con uno de sus fantasmas.
Salí de la casa de la señora Tencha, seguí caminando con la cabeza gacha y así tal cual pasaron los días hasta el sábado. Fui a casa de Ada. Nos encontramos con sus amigos en el plan, en la calle de los punkies que, borrachos, tambaleábanse con el ritmo de la batucada que ensayaba fuera de la Intendencia. Arriba de todo, el cementerio servía de centinela de la ciudad. El clima de ese día me recordaba extrañamente a un día perdido de infancia, en el que agitada por correr tanto detrás de mis compañeros de juego me dio un ataque de asma, y mientras me nebulizaba salía el olor de un queque que alguna abuela preparaba. Seguramente, la mía no era; ella solo se dedicaba a beber cervezas mientras se teñía el pelo y luego quebraba las botellas para poner los vidrios molidos en su antejardín y así ensangrentar las patas de los gatos que se iban a cagar ahí.
            Llegamos a casa de Ada, allí se encuentra su familia tomando once. Me parecía estar en la misma casa de la señora Tencha, pero en esta no hay ni pistas de alguna anciana.
            Bebimos toda la tarde en el patio mientras nos reíamos de cualquier cosa. La sensación de ese día de infancia en que tuve mi primer ataque de asma persistía. Era como si me estuviera dando la licencia de estar completamente borracha a los 10 años. Así todo se volvía nuevamente delicioso.
            Entramos a la casa tarde. La familia evidentemente ya estaba durmiendo. A excepción de una anciana maciza que andaba paseándose lentamente por los pasillos de la casa. Todos nosotros nos sentamos en el living de Ada. Ya no hablábamos, alguno que otro decía un chiste tonto, se reían, volvíamos a callar. En la oscuridad del patio seguíamos siendo los mismos, pero bajo esa luz naranja de poco voltaje todos los rostros estaban deformes. Me parecía como si tuvieran miedo de volver a salir de esa casa, pero no me atrevía a preguntarlo, entonces preferí concentrarme en el punto a crochet del chaleco de la anciana maciza que se había quedado inmóvil frente a una puerta que pareciera ser la de su habitación. Solo estaba parada, mirando a un punto impreciso del suelo, meciéndose levemente como si fuera una rana con frío. Para romper el hielo iba a decir ¡Qué lindo el punto de su chaleco! ¿Lo tejió usted misma?, pero en cuanto tomé aire para hablar, la anciana dice dirigiendo su mirada hacia el reloj de la cocina:
-Bueno, llegó mi hora. Me despido.
Y se fue despidiendo por cada uno de nosotros con un beso en la mejilla, diciendo adiós, mijito, cuídese, con la misma gravedad con que se dicen las palabras que se sabe que serán las últimas que se dirán. La solemnidad de la determinación que le imprimió la anciana a sus palabras hizo del momento un ritual de la despedida, que inocentemente pareciera ser solo la despedida para ir a dormir. Cuando fue mi turno de despedirla traté de decirle adiós con la misma gravedad que ella impuso, como pretendiendo que se diera cuenta de que yo sí pude entender su gesto. Una vez que se hubo despedido de todos nosotros, entró a la que pareciera ser su habitación. Antes de apagar la luz nos da una última severa mirada, como si se resistiera a ser consumida completamente por la oscuridad de su habitación. La puerta se cierra, vuelve el silencio, miro a Ada y le pregunto ¿Le llegó la hora de qué? Con la misma sospecha en sus ojos, ella me responde que está pensando exactamente lo mismo que yo.     



sábado, 4 de abril de 2015

Chuangtse

Lengua boca
                        Manos dedos
                        Y tú

¿Quién galopa sobre el perfume del silencio?

Trazo rastros tras tu sonrisa
Hilvano hilos de estrellas boreales
Mientras
El palpitar vacila con el vaivén de tus cielos

Cielos ojos
                   Cielos nubes
                              Y la estrella queda pendulando sobre la noche

¿Qué es eso que habita en el lomo del horizonte, más allá de la urbe?

Pintadlo rosa o tornasolezco
Pues estamos, ¿estamos realmente?
En el titilar del crepúsculo
                        Tú y yo

¿Y en dónde estamos realmente?

Se estiran sombras los pasos
Y el aullido se anula entre los huesos

Lengua boca
                        Manos dedos

¿Y es que estamos realmente?

Nos han estado soñando