martes, 5 de mayo de 2015

Espejo de museo

Son las 6 de la tarde. La condesa Elisabetta Litta comienza a preparar sus atuendos que vestirá para la peculiar tertulia que se celebrará en su palacio a medianoche. Un vestido negro con encajes en el pecho, felpa en los hombros y lapislázuli en su falda podría ser adecuado para la ocasión: luego de varios años en Sudamérica Garibaldi regresa orgullosamente humilde a su entrañable Italia, con las buenas nuevas de la emancipación colonial. ¡Ah! cierto que regresa de Sudamérica…fértiles tierras, vírgenes espíritus… Mi traje negro no combina con la situación…criadas, hoy albergaremos en nuestro salón frescos aires del sur del mundo y esta noche yo quiero lucir como la punta más alta de los Andes ¡Traedme el atuendo blanco perla de raso marfil!
La urgencia de la orden se propaga en cada rincón de la estancia y, mientras las criadas la abandonan solícitas a cumplirla, la oración aún permanece flotando en el aire en un imperioso eco. Por mientras en la estancia no queda ya ningún rumor más que el pendular incansable del reloj que se confunde con la respiración de la condesa. Parada en el centro de su estancia comienza a sentirse sola. Se mira en su espejo de marcos de oro, para acompañarse aunque sea con su propio reflejo. Poco a poco se va desprendiendo de sus hábitos como si estuviera seduciendo a algún mirón escondido. Pero se detiene en cuanto reconoce la verdad de su cuerpo desnudo frente al espejo. Observa su robusta silueta, observa el reflejo de su madura cara, multitud de arrugas que delatan sus secretas pasiones, miríadas de gestos que escapan de su control. Palpa su vientre colgando hasta sus muslos, desprovisto del corsé que diariamente lo sostiene. Como un cruel juez el reflejo reluciente del espejo resalta lo que los vestidos pretenden callar. Absorta contra sí misma se sorprende desnuda en su presente recorriendo en cada rincón de su cuerpo las huellas de todo un pasado: ¡oh, qué anciana soy, Dios mío! ¡Oh, que anciana soy! ¿De dónde viene este reflejo? ¿Y yo, adónde voy?
Ya no le importa más qué vestido usar esta noche, qué importa si la vida se va en ese instante frente al espejo. De improviso, llegan las criadas con el vestido blanco. Cuando se lo pone siente un gran alivio. De pronto, todas las mujeres en la estancia se convulsionan porque sin previo aviso irrumpe la figura de un hombre forastero. Enigmático rostro de bigotes gallardos y ojos profundos. A través de su espejo, Elisabetta reconoce a Garibaldi bajo un poncho tejido en la prisa de la guerra civil uruguaya. Todo se suspende en un tenso silencio que pone todo fuera del tiempo.
El silencio se quiebra con el estruendo de un reloj. Me sorprendo mirándolos al otro lado del espejo. Sobre su imagen se refleja también la mía. A través del gastado reflejo de este espejo todo se ha quedado petrificado en un museo. ¡Cuántos otros rostros más ha reflejado y se han quedado atrapados para siempre en este estrecho rectángulo! Ahora que me contemplo en él y detrás de mi hombro van apareciendo más y más rostros que han sido reflejados en este espejo, soy toda mi antigüedad que será contemplada también por algún otro rostro futuro.
Son las 6 de la tarde, me advierte un guía turístico. Ya es hora de que cierren el museo.

viernes, 1 de mayo de 2015

El cínico Kyon, del griego perro

El ciudadano Kyon
Kyon es un perro negro, de holgado andar, orejas de conejo y pesuñas de overo. Sus ojos impávidos hacen pensar a cada transeúnte de la avenida que es un cachorro tierno y abandonado por alguna despiadada anciana. Sin embargo, siempre va por la calzada con trote de caballo despreocupado hacia un trámite fijo, pero con la gravedad que poseen los trámites humanos en la calle Esmeralda. Su paso firme provoca que las gentes tengan hacia Kyon un firme respeto, pues a pesar de ser un perro huérfano, su actitud pareciera contener cierto sentido, algo que debe terminar de hacer.
Pero siempre permanece en la misma calle. Ese hocico desfachatadamente estirado y sus orejas echadas hacia atrás son una mera careta para demostrar su desdén hacia el mundo y hacia la tentación que ofrecen otros retorcidos vericuetos del barrio. No es un quiltro cualquiera que va a suplicarte un pedazo de caricia; ni siquiera es de aquellos que se entregan al placer de olfatear traseros de otros perros o mujeres en su período menstrual. A pesar de seguir siendo un quiltro cualquiera no se entromete en jaurías pues está consciente del relucir de su pelaje de pantera.
Las mañanas pueden ser demasiado gélidas, con techos y pastos escarchados. Cada animal (in)humano con los huesos tiritando, demuestra a todo ojo ajeno la intimidad de lo que es ser vivo y que nos hace cómplice como seres arrojados y aturdidos: la debilidad. Todos luchando contra ella por soterrarla en lo más desapercibido de nuestros gestos, cuando la calle inclinada se torna cada vez más en ángulo recto o cuando las micros nos pisan los pies en los días de tiempo inhóspito. Todos sucumben ante la queja, todos pierden la elegancia y el decoro, todos menos Kyon.
Hubo un día en que quise ir a felicitarle por su estoicismo inmutable. Quise darle una palmada entre sus orejas, pero en eso me mordió el anular izquierdo. Inmediatamente pensé que mi caricia había sido una propina insultante para su ego. Lo humillé como tantos otros que habían caído en la trampa de sus ojos profundos e incrédulos, y al igual que yo se habrán desangrado en esta misma vereda, abatidos por el dulce sueño que deja la huida de la sangre.
Kyon, para variar echándome la choriá mientras
 intentaba sacarle una foto
Kyon es un perro cínico, humano encerrado en la anatomía cuadrúpeda. Y es una injusticia, pues mi vecina merece más ser de su especie o cualquiera que no sepa como él que la voluntad sólo es inexorable cuando se está sumido en soledad.
Yo merezco ser más perro que Kyon sólo hasta cuando logre adoptar esa apariencia engañosa y procaz que anda acarreando por todos los recodos de esta calle en la que lo observo todos los días. Justo en ese momento, cuando mi mirada se torne oscura y aparezca entre mis cejas el símbolo de Sinclair, me batiré a duelo con Kyon para desentrañar si su salvajismo es humano, canino o divino. Por ahora, seguiré posponiendo la estrategia  mientras lo veo desde lejos cada vez que repto por su calle.