viernes, 1 de mayo de 2015

El cínico Kyon, del griego perro

El ciudadano Kyon
Kyon es un perro negro, de holgado andar, orejas de conejo y pesuñas de overo. Sus ojos impávidos hacen pensar a cada transeúnte de la avenida que es un cachorro tierno y abandonado por alguna despiadada anciana. Sin embargo, siempre va por la calzada con trote de caballo despreocupado hacia un trámite fijo, pero con la gravedad que poseen los trámites humanos en la calle Esmeralda. Su paso firme provoca que las gentes tengan hacia Kyon un firme respeto, pues a pesar de ser un perro huérfano, su actitud pareciera contener cierto sentido, algo que debe terminar de hacer.
Pero siempre permanece en la misma calle. Ese hocico desfachatadamente estirado y sus orejas echadas hacia atrás son una mera careta para demostrar su desdén hacia el mundo y hacia la tentación que ofrecen otros retorcidos vericuetos del barrio. No es un quiltro cualquiera que va a suplicarte un pedazo de caricia; ni siquiera es de aquellos que se entregan al placer de olfatear traseros de otros perros o mujeres en su período menstrual. A pesar de seguir siendo un quiltro cualquiera no se entromete en jaurías pues está consciente del relucir de su pelaje de pantera.
Las mañanas pueden ser demasiado gélidas, con techos y pastos escarchados. Cada animal (in)humano con los huesos tiritando, demuestra a todo ojo ajeno la intimidad de lo que es ser vivo y que nos hace cómplice como seres arrojados y aturdidos: la debilidad. Todos luchando contra ella por soterrarla en lo más desapercibido de nuestros gestos, cuando la calle inclinada se torna cada vez más en ángulo recto o cuando las micros nos pisan los pies en los días de tiempo inhóspito. Todos sucumben ante la queja, todos pierden la elegancia y el decoro, todos menos Kyon.
Hubo un día en que quise ir a felicitarle por su estoicismo inmutable. Quise darle una palmada entre sus orejas, pero en eso me mordió el anular izquierdo. Inmediatamente pensé que mi caricia había sido una propina insultante para su ego. Lo humillé como tantos otros que habían caído en la trampa de sus ojos profundos e incrédulos, y al igual que yo se habrán desangrado en esta misma vereda, abatidos por el dulce sueño que deja la huida de la sangre.
Kyon, para variar echándome la choriá mientras
 intentaba sacarle una foto
Kyon es un perro cínico, humano encerrado en la anatomía cuadrúpeda. Y es una injusticia, pues mi vecina merece más ser de su especie o cualquiera que no sepa como él que la voluntad sólo es inexorable cuando se está sumido en soledad.
Yo merezco ser más perro que Kyon sólo hasta cuando logre adoptar esa apariencia engañosa y procaz que anda acarreando por todos los recodos de esta calle en la que lo observo todos los días. Justo en ese momento, cuando mi mirada se torne oscura y aparezca entre mis cejas el símbolo de Sinclair, me batiré a duelo con Kyon para desentrañar si su salvajismo es humano, canino o divino. Por ahora, seguiré posponiendo la estrategia  mientras lo veo desde lejos cada vez que repto por su calle.

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