Y
por el amor que me mostráis,
decís,
y aun queréis,
que
esté yo obligada a amaros
-Marcela, la pastora-.
Siglo XVII, en un lugar de la Mancha, Marcela, la pastora.
La que aparece en el capítulo XII del Quijote. Esa que rechaza sus privilegios
de noble y prefiere su vida entre las cascadas del monte. La mujer
incomprensible. La que tuvo el atrevimiento de no esconder su belleza exagerada
y con ella provocar a todos. Esa que trataron de coqueta solo por ser amable
con cualquiera. A la que los pretendientes creían que halagaban presionándola
con sus ofrecimientos impertinentes. El motivo de obsesión de tantos hombres
que creen ver insinuación sexual en donde solo hay simpatía. La que recibe la
condena pública solo por ser sincera consigo misma. Esa a quien todos trataron
como homicida de Grisóstomo por cantárselas claritas, ¿La tienen en mente?
¿Se acuerdan de la firmeza que tuvo que mostrar para
defender su integridad y que, a pesar de eso, al final del capítulo aun así queda
como la “esquiva hermosa ingrata”? Es más, ¿Por qué debe siquiera mostrar
firmeza para conservar su libertad que los hombres ya tienen garantizada desde
siglos?
Menos mal que andaba por ahí don Quijote, el único que se
comportó a la altura de las circunstancias espantando a los impertinentes
–dejemos pasar, solo por esta vez, la violación que comete contra Maritornes en
otro capítulo-. Menos mal que también la poética cortesana salvó a Marcela de ser
asesinada por su sinceridad y solo optó por suicidar a Grisóstomo. Menos mal
que esto parece ser un asunto de otra época.
Pero no. Siglo XXI, en un lugar de Chile, de Latinoamérica,
del mundo, y Marcela sigue existiendo, ahora sin quijotes, sin delicadezas
cortesanas. Marcela se repite en cada una que decide tener un trato social sin
esconder sus espontaneidades y por ello recibe la culpa. Y se vuelve a la misma
pregunta: ¿por qué estamos aún en la circunstancia de tener que seguir luchando,
de tener que seguir recurriendo a la aburrida arenga de la defensa de nuestra
libertad, que a estas alturas ya debiera ser obvia?
Una mirada amable, una sonrisa deferente y puede ser
suficiente motivo para generar la atribución de acosarnos. Total la culpa sigue
siendo nuestra. Y estoy cansada de tener que cuidarme de eso, de recordar que
soy mujer y que por ello debo estar mucho más atenta. De percibir una opresión
que pareciera propagarse sordamente sin ningún punto de localización. Una
opresión que por estar tan naturalizada se muestra inofensiva, una anécdota
doméstica.
Sí, la opresión sigue siendo nuestro problema. Y es por ello
que es necesario hacer el trabajo de reconocer las maneras específicas en que
se manifiesta, por muy escurridiza que sean sus formas de operar. El ejemplo de
Marcela siempre me ha servido para esto, cada vez que me queda la culpa por
permitir otro asedio, simplemente por ser amable, simplemente por ser.
Es cierto que la opresión contra el género femenino se da de
múltiples formas, pero llegado el momento de precisarlas se nos escabullen y
las reducimos a las formas de violencia más evidentes. Por eso me parece que
aún nos quedan muchas más por visibilizar. Hay tantas que se asoman en nuestras
relaciones interpersonales más triviales y que, sin darnos cuenta, contribuyen
a que se siga perpetuando justamente el acto violento más evidente, ese que los
noticiarios les encanta mostrar.
Si Marcela volviera a ser representada en esta época, tengan
por seguro que su aparición concordaría con la de una chica en un bar
conversando distendidamente con un hombre que acaba de conocer. La conversación
es interesante y ella no se reprime su curiosidad por lo que hablan, porque se
sabe libre. Su entusiasmo, por favor créanme, no tiene ni una pizca de interés
amoroso. Pero el tipo no tarda en mal interpretarla y comienza a presionarla. Y
si se atreviera a quejar del acoso, la gente de alrededor no dudaría en
recriminarle su ingenuidad ("Pero cómo se te ocurre sonreírle!, no viste cómo te miraba?"). Y como es Marcela la que vuelve a lidiar con este
sin sentido, sacaría fuerzas para decir lo mismo que hace cuatro siglos atrás:
“¡Mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa!” (225).
La única culpa que hay aquí es de quienes siguen
identificando la figura femenina con categorías esencialistas: la mujer como
naturaleza, como lo desconocido, como lo sensorial, como lo corpóreo, como lo misterioso. Puras
ideas prejuiciosas que continúan favoreciendo la continuación de la creencia de
que somos susceptibles a ser poseídas, conquistadas. Pues entiendan, la chica
del bar no es simpática porque quiere que un tipo la corteje, le insista, le
acose, la viole. Ella es así porque es libre de articularse en las posiciones
de sujeto que le plazcan en las múltiples relaciones sociales que desea ser
parte. Porque no tendría por qué sopesar a cada momento la relevancia de la
diferencia sexual. Y, sobre todo, porque por ser mujer no tiene por qué
restringir su comportamiento para no provocar su propio acoso.
En fin, nos queda seguir recordando el valioso ejemplo de
Marcela, la pastora, aunque resulte una lata tener que hacerlo, como si se
tratase de un asunto aún no sabido.