sábado, 3 de diciembre de 2016

Destino Infierno

Estación Puerto. Se inicia el cierre de puertas.
Es una de esas tardes cálidas de invierno y Mariana recuerda lo que una vieja amiga le dijo una vez: no hay cosa más insoportable que estar triste en un día despejado. Pero es que en realidad, el paisaje de la ciudad no ayuda mucho a estar de otra manera. En cada uno de sus mínimos rincones hay algo esparcido de él: por allí va cruzando calles con su paragua negro, más allá se confunde con los peatones de la avenida y vuelve a aparecer en la cara de cualquier hombre, porque todos los hombres podían parecérsele, porque él era todos los hombres en uno. La sombra de alguien a quien nadie conoció nunca.
Estación Bellavista.
Mariana ha vivido siempre en la misma ciudad, pero que, a lo largo de su vida, ha sido muchas distintas. Nada tiene que ver aquella ciudad tornasol que recordaba en su infancia con la de hace un año. Y hoy, por culpa de este hombre vulnerable como el cielo a punto de romperse a llover, Mariana se ha quedado sin ciudad. Se ha quedado huérfana, ajena hasta al mar que hoy se presenta más indiferente que nunca.
 “Me gustas cuando callas, porque sí nomas”. Un grafiti que le gusta leer cuando el tren pasa por ahí. Uno de los pocos consuelos que la ciudad ha olvidado destruir.
Estación Francia.
Sea lo que fuere que estuviese haciendo, Mariana siempre se detiene aquí a escrutar el desfile interminable de personas entrando y saliendo del tren. Podría subirse él. Pareciera que mientras más se esfuerza en invocarlo, más se pierde. Pareciera que desde aquel día hubiese dejado de existir, aunque parece que en verdad nunca existió.
Estación Barón.
En esta tarde cálida de invierno donde se puede ser perfectamente feliz, no hay lugar para Mariana. Qué crueles le parecen esos amigos que se encuentran en el convoy y se saludan alegres, o las familias paseando con ese aire satisfecho de saberse protegidas ante cualquier imprevisto. La única palabra que puede explicar esa sensación ni siquiera la puede encontrar en español. “Disagio”, que en italiano significa algo así como sentirse incómodo en una situación, es la que mejor calza para su estado y no tanto por su definición, sino más por su sonido que le evoca el gesto de un desprecio cargado de rechazo a pertenecer a algo.
Estación Portales.
Debe bajarse. La invitaron a tomar once, pero nadie la espera en verdad en ninguna parte. Desea continuar entregada a esta única manera de estar en un no lugar, dejándose llevar por el vaivén de los durmientes que le quitan la obligación de tener que decidir algo. Desata el caudal de monólogos internos que a la hora de verbalizárselos a cualquiera habría sido incapaz de hilar siquiera una frase coherente. Podía tener las ideas más geniales, pero al momento de demostrarlas desperdiciaba la oportunidad diciendo cualquier cosa, menos lo que quería.
Estación Recreo.
El cielo enrojecido y por la ventana del tren el puerto se va alejando. Una luz reverberante embellece tristemente la bahía. Lo bello y lo triste. Una mezcla fulminante. Todos a quienes Mariana ha visto hasta ahora se han mostrado demasiado indolentes a esa mezcla. Si la realidad fuera justa, debiera comenzar a sonar “Almost Blues” antes de que el tren entre al bostezo de la tierra.
Estación Miramar.  
Cuando se fija en el rostro irritado de la pasajera de al frente, de unos 50 años, Mariana se da cuenta de que su tristeza de esa tarde no era más que una variante de algo parecido a la felicidad. Y se le desborda de una manera tan extraña que llega a sentir vergüenza. Olvidaba que ante una mayoría gris es un despropósito tener un regocijo propio, y que por ello lo natural era recibir las miradas de reproche de esos rostros severos.
Estación Viña del Mar.
Una felicidad que se parecía a los sollozos que quedan atragantados en el pecho después de ser consolado el llanto. El intento de encontrar fuera de sí algún punto de consuelo. La certidumbre de no conocer a alguien capaz de ser cómplice de esta felicidad triste. La certidumbre del reproche.
Estación Chorrillos.
Desconsuelo de huérfana. Sobre las colinas, siluetas de árboles recortándose en un cielo anochecido. Cajitas de fósforos colgando en los cerros dormidos como dinosaurios. Las luces naranjas de los faroles desgranándose unas tras otras. Una lágrima gruesa y certera cortando su mejilla.
Estación El Salto.
Un hombre joven con su cuerpo recorrido de espasmos eléctricos. Sus manos las apoya en la baranda como cuando se logran unir dos imanes de polos opuestos. Se planta como puede al medio del convoy y dice que quiere cantar, pero sin más se pone a recitar un poema. Sus palabras se enrollan en sí mismas. Suenan como una terrible confesión de un niño atrapado en otro cuerpo. Se le oye decir “juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”. El resto es confuso, pero es suficiente consuelo para Mariana. Sin mirarlo lo escucha, atrapándose más en su voz dificultosa que en el contenido de sus palabras. Porque eran como el llanto de una ola que nunca reventaba y dentro de ella, la persona más sola del mundo.  
Cuando terminó de recitar, el muchacho fue por cada puesto recibiendo monedas. Mariana aprovecha de mirarle minuciosamente los pies para comprobar si solo era un buen actor. Pero era un real enfermo. Como nunca, Mariana saca de su bolsillo una moneda. Y al alzar su vista para dársela, se encuentra con la boca del chico acercándosele para darle un beso.
No gracias, está bien así, dice turbada. El muchacho se retira y al recibir la moneda de la pasajera cincuentañera del asiento de al frente, repite el gesto de darle un beso. Esta vez, la señora irascible lo abraza con una efusividad exagerada, como reprochándole a Mariana haberle negado el beso. Y el muchacho se vuelve a plantar al medio del convoy como para decir un nuevo poema. Pero en vez de eso, mirando fijamente a Mariana, grita: muchas gracias a todos los que me recibieron, y los que no, se pueden ir  a l  I n f i e r n o.   
Revientan los aplausos como si hubiera acabado un juicio que ha fallado en contra de un culpable.
Y a Mariana no le queda más que tragarse las lágrimas en una risa  frenética, pues ¿acaso sería necesario bajarse en la estación El Infierno si ya se encontraba en él?





1 comentario:

  1. Claramente este texto no ha terminado y una vez terminado, debiera ser puesto en cada estación...

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