domingo, 30 de julio de 2017

El cuento es que no hay nada que contar


Un tren extrañamente vacío en la hora punta. Mi asiento favorito libre esperando ser sentado por mí. Ni hambre, ni sueño, ni frío, ni calor. Vislumbro toda una tarde de productividad y la satisfacción de haber hecho por fin toda la maraña de cosas pendientes. Solo ruego no encontrarme con nadie ni con ningún estímulo que pueda alterar mi plan. Porque siempre tiene que aparecer algo que lo perturbe. Y en esta tarde quieta se insinúa un nuevo saboteo. Para evitar cualquier amenaza intento no corresponder a las miradas de los pasajeros del tren. Evitar toda esta selva de tentaciones para llegar rápido a mi casa, con el ímpetu intacto. Ponerme a revisar pruebas en el tren para no perder el hilo de la laboriosidad. Pero antes mirar un poco por la ventana la bahía reverberante. Ahí es cuando me descuido y miro desinteresadamente al que se sienta con pasos urgentes al frente mío, como si me hubiera estado siguiendo o esperando la ocasión para interceptarme. Era él, el personaje extra del último tiempo. Creo que todos tendrán algún extra en su vida que siempre está ahí, esperando a ser encontrado en las circunstancias más aleatorias. La ley es no hablarse nunca y aceptar que en cualquier momento nos volveremos a encontrar. Pero este mi personaje extra se ha sabido interpretar ese rol y se ha atrevido a hablarme cada vez que nos topamos, desde hace ya cinco años. Hablamos de los temas más impredecibles sin responder al esquema hola como estai bien y tú bien gracias. No sé ni cómo se llama y tampoco quiero preguntárselo, porque si lo hiciera sería como romper la sutileza de algo. Es mejor mantener las cosas así. Me gusta encontrármelo, es como si le diera una cierta coherencia a mi vida.
El caso es que se acomoda en su asiento y como casi en todos nuestros encuentros fugaces, sin más preámbulos, se me pone a hablar de filosofía (qué presuntuoso se me hace decir “filosofía” a secas). No hay escapatoria, hace tiempo ya que no nos interceptábamos y debíamos cumplir la cuota para mantener el equilibrio de las cosas. Podría haberme zafado, pero el descuido de mi mirada fue la causante de haberme quedado pegada en su cara por un segundo involuntario. Luego ninguna fractura por la cual poder escabullirme de su conversación que se me venía como un aluvión de palabras que no quería escuchar ¡Ay de mi tarde productivamente perfecta! Visualizo todos mis planes ambiciosos fracasados, como siempre. Pero ya no hay nada más que hacer: él está sentado frente de mí, guarda su viejo y grueso libro con un código de biblioteca en el lomo, se saca los audífonos, se arremanga la camiseta y se mete el pelo detrás de las orejas. No hay forma de escapar a toda su atención con la que me está encerrando. Me quedo paralizada al frente suyo revisando tontas pruebas sobre tontos conceptos escolares, y por más que mis ademanes hicieran entrever que quería continuar con la mecánica tarea de poner vistos buenos o cruces, él con su obstinación de hablarme me hace desistir de todo ¡Ah, la hermosa tarde fértil! ¡Muerta en un segundo de descuido! Y sin más se pone a hablar sobre el discurso de la imagen, y que las vanguardias, y que la estética, y que Marx, y que Benjamin y que la reproductividad, y que los medios masivos…puedo dividirme: mientras tomo detenida atención, al mismo tiempo me pierdo en la sucesión sin pausa de las cosas. Como por ejemplo, en que mi extra me recuerda esa canción de Congreso, “Vamos andando mi amigo”, sonando en aquella playa tormentosa de los acantilados de la parte más olvidada de la ciudad, entre la morgue, el manicomio, el cementerio y el basural, al olor a incienso de una feria artesanal, a una tarde de borrachera en mi primer año de universidad. Baños con olor a humedad de casas perdidas en el puerto y guisos calentitos y llenadores. Pero también al viejo amigo de mi madre, Dino, que mientras estudiaba filosofía en la UPLA también trabajaba en el quiosco de su padre, “El viejo malo”, que ni se llamaba así pero para mí, a los cinco años, era la reencarnación de todo lo abyecto, solo por su marcado entrecejo de persona que se enoja mucho. El Dino me regalaba dulces a escondidas del viejo malo, sin ningún gesto afeccionado de ternura con el que se les suele dirigir a los niños.
Pareciera que son simples asociaciones antojadizas, pero es mi intento por decirlas antes de que sigan evaporándose hasta ya no significar nada. En todo esto pienso casi siempre que encuentro a mi personaje extra. Pero esta vez me preocupa más la idea de qué hacer para salvar mi tarde productiva en peligro. Qué cara de cínica sonriente estaré teniendo mientras me cuenta sobre sus talleres de grabado y su puesta en práctica de sus ideas filosóficas del discurso de la imagen, a la vez que busco entre mis repertorios de temas de conversación uno que me dé una salida para zafarme de esta que no quiero continuar. La primera opción era decirle: no quiero hablar, voy a seguir corrigiendo pruebas. Pero claramente no tengo ese coraje. Y en cambio prefiero mantener esta sonrisa falsa mientras sigo dando rienda suelta a este torrente.
En general, tengo una elevada idea de mí misma. En la clasificación que sin darme cuenta hago de la gente que conozco, yo casi siempre salgo por adelante. Pero cuando sucede entregarse a lo imprevisible de la conversación con un desconocido, demostrar todo lo que podría razonar, prefiero evadir como sea esta prueba de la verdad. Y me pregunto si no es porque acaso soy yo la más mediocre de todos por preferir mantenerse intacta en su pequeña y absurda cotidianidad. Pero es que improvisar en lo imprevisto es como bañarse en un mar frío o asumir gustos agridulces de adulto cuando en realidad solo te gusta el chocolate. Ante estos sujetos extraños que de sopetón me meten en sus mundos no cotidianos siempre me sale empeñarme por mantener una imagen de interesante. Es casi como un deber moral no defraudarlos, escucharlos, hacer el esfuerzo por esbozar alguna respuesta medianamente inteligente, aparentar que no soy como los otros, pero no tengo porqué obligarme a escoger siempre la vía menos mundana ¡tantas tonteras de las que uno está hecho! Pero qué más da. Otra vez perdí la oportunidad del placer de poder completar con vistos buenos los puntos terminados de la lista de cosas que hacer.
Ahora mi extra me viene hablando sobre la simultaneidad de la imagen en la novela, y yo como soy cobarde sigo pensando en cómo sacármelo de encima. Iban pasando las estaciones, Recreo, Miramar, Viña del Mar, y mi extra no muestra ninguna intención de callarse. Ya en estación Hospital empecé al fin a hablar en su mismo tono. Mientras me escuchaba hablar como por debajo del agua con esas terribles oraciones condescendientes se me ocurrió la gran forma de escaparme. Me bajaría en Chorrillos y esperaría otro tren hacia Peña Blanca en el que pondría aún más atención para no encontrarme con nadie. No me importa. Cada uno tiene derecho a tener sus pequeños momentos mezquinos. Le diría que me tengo que bajar en la próxima estación, es que tengo que pedir un libro en la Facultad de Artes para mi tesis, tengo que entregarla la próxima semana y no tengo tiempo para nada… pero al mismo tiempo que me debatía en las palabras que usaría para hacer mi mentira, venía conversando con mi extra y sin darme cuenta me vi divirtiéndome con lo que le iba diciendo. Esa sensación de cómo cuando se destapa la nariz y todo parece más diáfano y resuelto. Incluso dudé en hacer mi plan escapista. Pero me di cuenta que no sería capaz de mantenerme así de divertida por 10 estaciones más y, en cualquier momento, llegaría el ineludible silencio incómodo. Entonces decidí llevar hasta las últimas consecuencias mi mentira y le dije que debía bajarme en Chorrillos. Tengo que ir a buscar un libro de Lukács ¿Lukács? ¡Y por qué! Es súper difícil de leerlo…sí, sí, lo sé es para mi tesis sobre la novela histórica en Manzoni y Blest Gana…y ya cuando estoy a punto de bajarme y consumar la mentira, me empiezo a sentir arrastrada por el entusiasmo y casi me dan ganas de quedarme con mi extra, conversando todo el resto del día. Pero resistiendo la tentación me dejo arrastrar por la muchedumbre que baja del metro. Apenas unos segundos de distancia y cualquier momento puede convertirse en materia de nostalgia.  Ya sola en el andén, viendo cómo se pierde el último vagón en la oscuridad espesa del túnel, pienso en ir realmente a buscar el libro en la biblioteca, incluso si a esas alturas ya me había engañado hasta a mí misma con que solo me bajaría en Chorrillos para esperar otro tren a casa. Sería la oportunidad para reivindicar mi mentira y convertirla en verdad, hacer realmente lo que dije que iba a hacer, pensando que no lo iba a hacer. Total una mentira nunca es mentira si no se realiza. Así, en verdad, nunca le habré mentido a mi extra, nunca habrá pasado nada de lo que pensé mirándolo mientras me hablaba con hambre, nada de lo que no se dice existe. Solo ahora que escribo para retener este momento minúsculo antes de que se vuelva aún más insignificante, hago existir la mentira que solo estuvo en mí, pero que terminó convirtiéndose en la verdad que contenía.      
Y bueno, salí de la estación, caminé las calles hacinadas, respiré la combustión de los autos cochinos de mundo, crucé el puente, vi a lo lejos cómo se iba perdiendo la tarde, tan bella y escurridiza, crucé más calles, una plaza con niños columpiándose ligeros de todo, llego a la biblioteca y lo primero que veo es su portón cerrado con un cartel que dice “cerrado por paro”. Justo hoy. Mi mentira solo mía terminó siendo más verdad que las verdades reales: imperfecta, arbitraria, irritante. Y para terminar rematando su intensa verdad es necesario decir que el próximo tren pasaría en una hora más, atestado de gente. Otra tarde a la basura, sentarme en el banco de la estación y pensar otra vez en todo lo que tengo que hacer, solo para llenar el tiempo que me queda hasta volver a encontrar a mi extra, cuando menos lo espere.

















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