lunes, 17 de julio de 2017

La sombra de alguien a quien nadie conoció nunca


es una frase que nadie cita. No creo que sea porque la encuentren mala. Simplemente porque pasa desapercibida. Como todo lo que tiene que ver con un fantasma. Se disuelve al instante. Hasta las frases que lo nominan. Por eso es normal que nadie la cite. A fin de cuentas, en “El amor en los tiempos del cólera” hay muchos más temas que pueden interesarle a la gente que sí existe. O qué se yo, qué me creo. Tal vez alguien ya la ha citado. Otro fantasma como yo. Y la ha sentido como el título de su propia vida.
En realidad, es fácil sentirse sombra. Basta unir algunas circunstancias. Encontrarles la coincidencia. Y hacerlas encajar en la misma interpretación. De que las cosas que suceden en silencio no importan. Entonces no existen. Pero yo estoy hecha de silencios. No hay para qué volver a repetir la conclusión lógica.
Un ejemplo burdo: me llamo Bernada y nací un 31 de diciembre. Cuando me preguntan qué se siente estar de cumpleaños ese día, yo respondo que me las arreglé para que todo el mundo lo celebrara. Pero en verdad no soy tan optimista como quisiera aparentar. Y prefiero no decir que es el día perfecto para que nazca alguien sombra. Tan inexistente que ni siquiera tiene cumpleaños. El día en que la mayoría está segura de que al menos estas 24 horas le pertenecen. Y de que tienen la licencia para hacer una retrospectiva autorreferencial de sus vidas. Con todo el patetismo y orgullo del mundo. Pero ese es solo un ejemplo ridículo. De niña mimada que no recibe regalos de cumpleaños.
De lo que en verdad quisiera hablarte es de esas visiones que no digo a nadie pero que están detrás de mí en cada momento y que en esta noche, en este bar, contigo, se me aparecen reclamándome con una fuerza más irresistible que nunca. No puedo seguir ignorándolas. Y he decidido hablar de ellas. A pesar de esta música estridente. Y de las preguntas que no me contestas. Porque, a fin de cuentas, gracias a la indiferencia de los otros estas visiones pueden rebelarse. Voy a decirlas aunque no me escuches. Nunca más ignorarlas. Lo prometo. También tengo el derecho de combatir por algo, aunque solo sea por sacarme la sospecha categórica de que no existo.
Empecemos por…
-Disculpa, ¿me hablabas?
-Sí, pero no te preocupes, solo te preguntaba si ya habías estado antes en Bilbao
-Ah, no. Primera vez aquí con ustedes. Y qué ambiente que hay, ¿no te parece?
-Sí, se nota que en cada esquina pasa algo…
-Podríamos haber venido a estudiar aquí en vez que a Galicia. Me enferman las ciudades pequeñas. Sobre todo si llueve día y noche.
-A mí me gustan. Siento que puedo apoderarme mucho más de sus lugares. Sobre todo si llueve.
 -Eh, quién sabe. De todas formas, nunca te había visto antes en Santiago –naturalmente, pienso- ¿Cómo dijiste que te llamas?
(No, por favor, estoy en ese terreno fático de la conversación que por al menos esta noche quisiera evitar. Pero este tipo ya está perdiendo la atención en mí y yo lo único que quiero hacer es hablar y rememorar).
-Bernada.
-¿Bernada? ¿No será Bernarda?
-No, Bernada. Te lo dije, nací un 31 de diciembre y ese día no es que tengan muchas ganas de trabajar bien en el Registro Civil.
-¡Ah, qué simpática!, pero tú misma podrías agregarle la erre para corregir el error, ¿no te parece?
-Me gusta mantener la coherencia sobre mi sospecha.
-¿Cuál sospecha?
-De la que no existo.
-Ah, ya. Me hablabas de eso. Pero creo que exageras. Todos nos hemos sentido así alguna vez. Por ejemplo, cuando no nos encontramos nunca en las fotos de eventos a los que fuimos, o cuando alguien en la calle saluda y pensamos que es a nosotros, pero era a uno que pasaba por la otra vereda.
-A eso me refiero más o menos.
-Tienes un acento diferente, ¿de dónde eres?
-Chile, pero da lo mismo…
-Ah, ya. Lo imaginaba ¡Es tan alegre la gente sudamericana! Aquí estamos tan estresados, siempre pensando en el futuro. En cambio ustedes siempre con una sonrisa en la cara.
Para seguirle la corriente y evitar el sopor de continuar una conversación que me sé de memoria, hago ademán de ponerme a bailar. Me sigue y se mueve como si lo hiciera jugando. Me trata con esa superioridad con que los adultos tratan a los niños. O con esa atención falsa y correcta que tienen algunos al toparse con un extranjero, haciéndoles preguntas cuyas respuestas ya se esperaban, asintiendo con una sonrisa falsa y las cejas arqueadas, justamente como cuando un niño hace una gracia a los tíos que vienen de visita. Aun así sigo moviéndome, tratando de animarme, de dar sentido a todos los gestos y ya cuando me estoy empezando a soltar, apenas pasados unos minutos el tipo comienza a alejarse hasta llegar al grupo de amigos en la barra y encerrarse en su propia burbuja de satisfacción. O como si estar aquí fuera solo un trámite para poder decir cuando esté calvo y panzón que tuvo juventud. Y mientras lo veo beberse un chupito tras otro, yo me quedo bailando sola en la pista, sintiéndome cada vez más estúpida. Nunca bailaría por mi propia cuenta estas canciones, ni siquiera haciendo aseo, ¿Por qué debería bailarlas ahora? Qué vergüenza. Hice lo que detesto: interpretar esa idea de sudamericana, y lo peor es que lo hice conscientemente, todo para entrar en gracia y crear una situación que me pudiera salvar de esta noche. Mejor sentarme en la barra. Pero también me da vergüenza pararme de bailar de un momento a otro. Se notaría mucho todo mi esfuerzo por mantener una compostura en mis movimientos. Pero sé que nadie me está mirando y sé que ninguna de mis gesticulaciones perderán a alguien en una estación de tren desierta en una tarde de verano, ni les hará divagar en una preocupación pendiente mientras me ven distraída.
Ni siquiera tengo más dinero para otra cerveza. Miro a mis compañeros de viaje. Ensayo un nuevo diálogo pero no encuentro las palabras. Todas me parecen exageradas. Y además ¿qué otra cosa pretendo saber? Pareciera que quienes hacen la parte de protagonistas de la historia no tienen sus propias cosas pequeñas que evocar. Y esto es lo único que a mí puede interesarme. Como por ejemplo, si han sentido alguna vez nostalgia de algo que nunca han vivido con el solo detonar de una cierta luz en el día, o si la Alameda acaso no es una avenida distinta según la dirección en que se le camine, o si el contraste de la punta de un edificio viejo con un cielo oscurecido no es acaso sinónimo del nudo en la garganta de una esposa planchando un sábado por la noche las camisas del hombre que nunca vuelve, o si una bolsa flotando en el cielo no es más que la infancia de alguien vaciándose al vacío, o si no les ha pasado de parecerles encontrar de golpe todas las cosas que se han olvidado en el perfume de alguien que pasa apurado, y querer conservar ese estremecimiento, pero perderlo a la tercera exhalación, por más que se intente prolongarla. Son solo algunos ejemplos defectuosos. Cuando se los he preguntado en la cena solo hubo un silencio incómodo y de repente todos juntos atropellándose en respuestas hechas y titubeantes.
De pronto me topo con mis ojos. No me había dado cuenta que detrás de la vitrina de los licores hay un espejo. Cuando me distingo me da como vergüenza imaginarme diciendo todo ese discurso hace algunos minutos. Conozco perfectamente cómo se contraen estúpidamente mis mejillas cuando intento dar importancia a esos asuntos. En el otro ángulo del espejo me parece ver esa figura que ando viendo en todos lados. Y cada vez con el mismo golpe en el pecho. Diego en la forma de todos los hombres. Sé que no es él, es imposible que sea él. Tiene la misma curva de su espalda y esos ojos filosos a media luz que me quitan todo mi pasado. Se está inclinando sobre una chica rubia. La mira con esos ojos cortantes que me comprimen la garganta. Los miro con mucha morbosidad. Quiero saber si terminan en cómo me gustaría y no me gustaría que terminaran. La besa. Hipótesis confirmada. Se nota que la besa por primera vez. Sé que no es Diego, es imposible que sea él, pero aun así siento unos celos horribles. Y una rabia atroz contra esta música que suena sin compasión.
Voy a un rincón y me desparramo en un sofá de cuerina roja. Huele a asiento de colectivo Puerto-Wilson. Los que se encuentran de pie, cortejándose unos a otros, cuidando cada movimiento del cuerpo, nada pueden saber de esto. Pero a veces las señales no pueden seguir siendo ignoradas. Entonces la música ensordecedora se detiene de golpe. Y toda la sala parece comenzar a iluminarse por una lámpara de velador. Tenue y ocre. Y yo me veo estirada en mi cama mientras me pierdo en las luces de los autos que se proyectan en el techo de mi pieza a media luz. Me trenzo el pelo. Soy sola y no existo. Se siente tan bien. Como un mar nocturno y quieto. O como una ciudad vista desde lo alto de los cerros, siempre de noche, siempre volviendo de un largo viaje con el polvo pegado en la cara. Cansada y feliz. De fondo, los acordes de esa canción de madrugada. Solo para mí tocaron Bang bang. No quiero que nunca se acabe esta ocredad. Para conservarla intacta debo irme ahora mismo, sin despedirme de nadie. Una palabra y destruiría todo.
Tengo que llegar al hostal. Acostarme en mi cama de solo una noche. Encender la lámpara del velador y dejarme perder. Solo es cuestión de encontrar la calle Ercilla Kalea. Deshacer los pasos siguiendo la gramática de esta ciudad, que es casi la misma que tienen todas: un gran río atraviesa el centro, luego viene la plaza, una estación de tren, pasos de alguien que te sigue y el alivio de llegar.
Con esa luz blanca de los faroles las calles parecen una escenografía. Para comprobarlo, ensayo una patada en un muro y en vez de romperse, se derriba el cielo en el primer relámpago de la madrugada. Una miríada de pájaros negros salen volando despavoridos.
Me doy cuenta solo cuando intento decir la grieta que se abrió en ese instante. Estoy fracasando. Al final ya todo el mundo sabía que no se puede hablar de lo que no se puede hablar.
Pero seguramente de esto no se podrá hablar nunca. Solo diré que todos los vidrios de la tierra se quebraron al mismo tiempo y después solo oscuridad. Yo en verdad no sé cómo explicarlo. Un pito en mis oídos y espesa negritud. Respirar en la oscuridad es otra forma de ahogarse.
Aquí es cuando lo único que importa es comprobar que se tiene un cuerpo, caminar a tientas y golpearse con cualquier cosa sólida. La ingravidez es insoportable. Lo único que queda es caminar hasta vislumbrar alguna figura. Y poder decirla. Pero lo único que puedo distinguir son voces como de eco de iglesia. Mi torrente subterráneo se detiene. Soy sombra disuelta en la sombra. No hay nada más que explicar.
Por fin distingo algo: un lago de un color marciano. Y me pregunto si existirá alguien en el mundo que le pueda llegar esta visión de la misma forma que a mí. Hay olor a piedras húmedas, hay silueta de Diego desvaneciéndose. Se le cierra un párpado sin darse cuenta mientras mira perdidamente las reverberaciones de las olas. Quizás qué estará viendo detrás de sus ojos. Sé que si se lo pregunto me dirá que no ve nada.
Arrebol de mañana. Si cayera desde un avión aleatoriamente en cualquier lugar del planeta y viera este cielo, no podría saber si amanece o atardece. Más allá hay un túnel. Se nota que en alguna época lo atravesaba un tren de carga. Ahora lo único que lo traspasa es la madreselva entre sus ladrillos. Parece un animal paralizado por un miedo ancestral. Y que a pesar del giro de los años, de la violencia de la historia, del peso de la oscuridad, se mantiene allí como testimonio del anonimato de unas manos, unos días y un punto en el espacio que lo lanzaron y dieron cuerpo. Un túnel también puede ser una creatura apunto de despertar.
Con la luz del día fue ridículamente fácil encontrar la calle Ercilla Kalea. Siento un leve dolor de estómago al tocar la puerta del hostal. La patrona de casa me abre. Me dice que mis compañeros se han ido hace una hora, sin dejar recados ni nada. El dolor de estómago fue reemplazado por un hielo en la espalda y manos húmedas. Ni un céntimo tengo para volver a Santiago. Qué decir de comer algo. Salgo del hostal y me pongo a deambular, ya no importa mucho donde vaya. Me pongo a buscar señales en las calles que pudieran revelarme el próximo plan a seguir. Pero el día se presenta como un bloque impenetrable.
Sin quererlo llego una estación de tren. Me siento en una banca y veo a un señor con boina dando migas a las palomas, tan ignorantes ellos de mis nervios apretados. El señor en un rato más irá a su casa a almorzar su arroz con carne. Las palomas seguirán ensuciándose de ciudad. Se me viene un alivio como de destapar de narices. Al final nada puede ser tan importante, tan definitivo.
El andén de la estación es larguísimo. Lo camino y me refresco con el aire límpido del mediodía. Veo a lo lejos que viene un tren de carga a toda velocidad. Me pongo a esperarlo de frente. Y cuando pasa a mi lado me quedo sintiendo el peso de la sombra de cada vagón atropellándome.

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