-¡Poesía!
¿¡Es poesía!?- me dice un vagabundo al ver mi libro luego de que un hombre
anciano se hubo acercado a mí hace un momento por haber visto que estaba
leyendo poesía.
El
hecho transcurrió así:
Atraída
por la melodía de jazz que llegaba desde la plaza Quintana hasta mi cuarto, me
dirigí a la Quintana de Muertos para leer mis textos en la placidez del
mediodía y de la música. Abro la primera página del compendio de poemas y no
pasa ni un minuto cuando este anciano se acerca a mí, atraído también, pero por
el ansia de hablar sobre lo que más aparenta saber: poesía.
-¡Poesía!
¿¡Es poesía!? Siempre que veo a alguien leyendo poesía en esta plaza me llama
la atención, porque tengo escritos varios poemas sobre esta plaza y tal. Tengo publicados
cinco libros de poemas sobre Santiago de Compostela…¿Qué lees?
-Poemas
de Duque de Rivas, Larra, Zorrilla, Espronceda…
-¡Vaya!
¡Espronceda! Me gusta Canto a Teresa…
¿Por
qué volvéis a la memoria mía,
Tristes
recuerdos del placer perdido,
A
aumentar la ansiedad y la agonía
De
este desierto corazón herido?
¡Ay!
que de aquellas horas de alegría
Le
quedó al corazón sólo un gemido,
Y
el llanto que al dolor los ojos niegan
Lágrimas
son de hiel que el alma anega…
Él
estaba enamoradísimo de Teresa, aunque se portó muy mal en Portugal…
-¿Espronceda
se suicidó por ella?
-¡No!
¡Qué dices! Ese fue Larra, pero qué más da… Espronceda fue hijo de militar,
nacido en Extremadura, tuvo una vida, bueno…bien agitada.
Y
así siguió hablando imparablemente de Espronceda; luego fue el turno de Duque
de Rivas, hasta que en su soliloquio se dio cuenta que me tenía en frente y se
dio cuenta también de que no era gallega.
-¿De
dónde eres?
-De
Chile
-Chile,
Chile… déjame hablarte de Chile…espera, espera: desierto de Atacama, Arica,
Iquique, Antofagasta, Chaquicamata…
-Chuquicamata
-Chuquicamatá,
La Serena, Valparaíso…espera, espera…Viña del Mar
-Yo
soy de Valparaí…
-Sí,
sí, queda cerca de Santiago…espera, espera, que hace cuarenta años que lo
estudié…Linares, Concepción, después viene Temuco…¿Temuco es de la Araucanía? Después
viene Puerto Montt, Valdivia.
-No,
Valdivia está antes
-Ah,
sí, sí sé que Valdivia está antes, hasta allí llegó Pedro de Valdivia
-Sí
y…
-Espera,
espera, después viene Punta Arenas y unos archipiélagos que no recuerdo cómo se
llaman…y Chile tiene escritores muy buenos…Gabriela Mistral, Pablo Neruda,
ambos ganadores del Nobel- y comienza a recitar Desolación y luego Poema 20, y
por si fuera poco, Walking Around. No niego que en ese momento sentí un leve
orgullo por tener una remota relación con Neruda, cual es haber pisado al menos
el mismo suelo. Neruda cuando habla desde su particularidad es un poeta
universal, constituyendo el arquetipo de poeta que al menos los chilenos tienen
en sus mentes. Por su parte, este hombre anciano ya me estaba comenzando a
estremecer, porque en su insistencia por seguir diciendo todo lo que sabía a
partir de lo que yo respondía, dejaba entrever su desesperación por aferrarse a
alguien que le confirmara la existencia de su sombra proyectada en el suelo. Ese
tipo de personas me produce el sentimiento incómodo de la lástima.
Mientras
discurría sobre esto, el caballero seguía hablándome, y yo me sentía culpable
por sentir la necesidad utilitarista de que se marchase pronto para poder
seguir avanzando en la lectura y así tener libre la noche para poder ver una
película. Sin embargo, cuando me propuse escuchar más detenidamente su perorata
–que entremedio contenía la recitación de algún poema y la reseña biográfica de
algún autor- me percaté de todo el sentido que le asignaba a ese texto del que
estaba hablando y que para mí no era más que prosa de un exagerado patetismo de
un hombre encerrado en los límites de una sociedad mojigatamente cristiana.
Recuerdo que el poema que recitaba era “La muerte es la vida” de Gabriel
Álvarez de Toledo. Este anciano desconocido que tenía en frente de mí estaba
deseoso de decir todo lo que sabía para explicar su absurdo deambular. Ante su
emergencia, de pronto me sentí ridícula en mi propósito de leer rápidamente la
antología de poesía romántica española del siglo XIX. En esto, el hombre
comienza hablar de sus cinco libros publicados y el valor de uno de ellos no
tanto por sus “excelentes poemas” -como él mismo enfatizara- sino que por sus
excelentes dibujos que servían como recorrido por los edificios más importantes
de Santiago de Compostela.
Como
no veía respuesta en mí, me ofreció hacer su firma en mi compendio de poemas,
dejando ver en la expresión de su rostro como si fuese un privilegio que me
estaba dando. Yo accedí. Y mientras que hacía su firma, lo observé
detenidamente y vi la fragilidad de su larga vida colgando solo en este momento
enfrente de mí, haciéndole una firma a una extraña que pensaba todas estas
cosas sobre él. Un anciano que me parecía niño huérfano. Quise saber algo más
de este perdido y le pregunté su nombre.
-Manuel
Raíño…Manuel Raíño- lo repitió como si fuese el de otra persona, un nombre que
leía en una lista o en una lápida de un desconocido. Y me mostró su firma,
hecha con meticulosidad.
-Ya
ves por mi firma que dibujo bien.
-Sí,
señor, buscaré su libro en alguna librerí…
-Está
en la librería de Toural, debe valer 7 u 8 euros, solo queda “Poeta en
Compostela”.
Y
siguió hablando, mucho, tanto que notó mi incomodidad, pero no le importaba,
seguía hablando a pesar de mi silencio. La gente muchas veces me ve como una
hoja en blanco a la cual pueden plasmarle todo tipo de cosas. Todo por mi
silencio.
Yo
le decía “bueno señor, debo seguir leyendo”, pero por encima de esta petición,
él superponía su voz por encima de la mía para seguir hablando de sus
publicaciones. Cinco veces tal vez ocurrió lo mismo. Entre muchas otras cosas,
me contó que estaba haciendo la hora hasta las 15:00 pm porque no quería
despertar a su hija que había tenido turno de noche en el hospital. Nuevamente,
vino a mí la desagradable idea de su orfandad, de su arrojamiento y necesidad
de arrimarse a mí como última alternativa.
-Bueno,
fue un gusto haberte conocido
-Para
mí también, me llamo Fernanda…
No
alcanzó a escucharlo, pues no esperó a que me despidiera cuando comenzó a bajar
los escalones de la plaza. Mi oración quedó flotando de un modo torpe,
devolviéndome toda la vergüenza que yo sentí por él. No me quedó más que
observar cómo bajaba los escalones y cruzaba dubitativamente la plaza que antes
era un cementerio. Su cabeza se veía perdida pensando a qué lugar ir, qué calle
tomar, si la rúa Conga o a las Platerías, pisando las tumbas sepultadas por el
cemento de granito que ahora simula el suelo de una plaza de encuentro
dominical. Lo veo ignorante en cuanto al tiempo que le faltará para estar bajo
el cemento que pisa. Por mientras, qué le sostiene, quién le sostiene…yo le
sostuve, pero le dejé ir, porque solo gusto de contemplar a lo lejos. Perdido está
ese hombre y yo lo volví a empujar a la marea solitaria, lo devolví a su tiempo
perdido que anda buscando entre juegos mentales de rememoración de lo que cree
saber, que anda buscando entre palabras que no le devolví. Allí se volvió a
perder por la rúa Conga, y mi hoja de poemas sigue atrayendo a más perdidos que
me sonríen como si fuese su última alternativa a la cual arrimarse. Mejor
escondo los poemas para no volver a desengañar a otro. Mientras tanto, el
guitarrista de jazz sigue tocando imperturbable, esta vez “Summertime”.