sábado, 24 de mayo de 2014

Sobre el angurrentismo



-Cada noche, antes de quedarme dormida, pienso en la muerte-.
Sibila ríe a carcajadas por el comentario de Beatrice y tal como muchas otras veces se ha burlado de su filosofismo, no pierde la oportunidad para reiterárselo:
-Tú y tus intentos filosofistas, ¿por qué siempre te empeñas en parecer profunda?-
-Aquello me pasa desde cuando me contaste que las cenizas de un cadáver pueden fundirse hasta convertirse en piedra ¿te imaginas llegar a ser una piedra?
-Como sea; acompáñame al baño.
Es en ese momento cuando Beatrice comprende que en pocos lechos se han procreado mentes brillantes y que su propia concepción se dio en aquellos que son mayoría, en aquellos tálamos que albergan una cópula prosaica, infinitamente repetida en todas las épocas y lugares. Las condiciones fortuitas que han dado lugar a la gestación de un cigoto de mente brillante se han dado, a su vez, en prosaicos casos. Pero ella no fue ninguna de esas mórulas, ni mucho menos Sibila, su compañera de clases. Sin embargo, en ella crece la sorda convicción de conocer a un genio y convertirse en la parte más íntima de su vida. Una que otra vez se ha topado con algún sujeto portando entre los ojos la marca característica de la lucidez; no obstante, se aleja sufriendo la vergüenza de la mediocridad de su vida y, al mismo tiempo, se retrae en el confortable recuerdo voyerista del fortuito encuentro.
En todo aquello pensaba y ya se había olvidado de la petición de Sibila. Al parecer, su compañera se cansó de esperar a nuestra protagonista, y a pesar de que odiaba ir sola al retrete apuró el paso compungida hacia las cabinas, refunfuñando, como usualmente lo hacía, por el típico individualismo de aquellos que comulgan con el academicismo. Por su parte, Beatrice aprovecha el instante de soledad para leer en la biblioteca. A esto sus compañeros le llaman peyorativamente “producir, producir y producir”. Cruza el jardín de la universidad, que más bien luce como balneario, y observa un considerable número de estudiantes desparramados en el césped, fumando aletargados, con sus ropajes veraniegos, siempre forzadamente núbiles. Muchos cabellos largos y dóciles, muchas carcajadas juveniles: un cuadro típico que un anciano evocaría en su mente con un suspiro nostálgico dedicado a esa juventud ideal y lozana.
-En principio- cavila Beatrice- lo lozano se opondría a lo decadente, a lo ajado; sin embargo, ocurre algo similar con la oposición entre el blanco y negro: cuando hay ausencia de colores surge una nada incandescente; mientras que cuando hay un exceso de estos, emerge un vacío espeso. Entonces, tenemos una nada incandescente y un vacío espeso que se constituyen de la misma onda electromagnética: colores. En el caso de los conceptos, si tenemos dos antónimos, la relación que existe entre ellos es la misma sustancia que los significa. De modo que si se constituyen de la misma sustancia ¿no serán acaso conceptualizaciones idénticas? Ankang y Viña del Mar son antípodas, pero no por esa circunstancia geográfica sus habitantes dejan de pertenecer a una misma especie…-
Entonces, muy poco importaba si era decadente o lozano el panorama en el patio de la universidad; lo realmente evidente era que Beatrice percibía en sus coetáneos esa voluntad de aferrarse a una actitud juvenil, que a través de las generaciones se ha relacionado con el antónimo lozano/ajado. ¿Qué ocurriría estando fuera de ese orden binomio?
El césped termina y la vereda de cemento pintada con consignas como “educación digna, gratuita y de calidad para todos”, da paso a la entrada principal de la biblioteca. A Beatrice le parece absurdo que a su costado haya un bullicio de edificio en construcción.
-Sin duda- vuelve a cavilar- el silencio es rehuido en la gran mayoría de los espacios sociales, incluso en las bibliotecas, lugar que por antonomasia se reconoce como sitio de concentración, encuentro, intimidad silenciosa con los amigos petrificados en libros. El silencio encuentra muchos enemigos debido a su carácter revelador: cuando la persona prosaica se halla sin adornos que sobrecarguen su realidad, por primera vez percibe que inspira y espira. Aquella esencialidad de toda vida atemoriza por su precariedad aséptica, pues no ofrece ningún remedo al cual aferrarse, ni ninguna madre ofreciendo su regazo. El silencio es el espejo de las almas: estas al reconocerse en su reflejo pueden regocijarse o espantarse-.
Beatrice concluye que es la segunda posibilidad la que abunda en la ciudad y en ella misma. Sube al segundo nivel de la biblioteca sumergida entre la algarabía de las conversaciones de sus compañeros y el repicar de los taladros impasibles de la construcción de afuera. Toma asiento en un pupitre desocupado al lado del ventanal que muestra a sus anchas una plácida laguna que nada tiene que ver con alguna actividad intelectual, y no puede evitar rememorar aquellos momentos cuando llega a su casa deshabitada.
-Lo primero que hago es encender la tele, una luz o el computador- se dice en voz baja.
No le agrada este descubrimiento desapercibido de su vida íntima y se propone evitar continuar con ese hábito, pero en el fondo sabe que de todos modos no podrá remediar sus ganas de encender el computador, pues los espíritus sigilosos de su casa no pararán de martirizarla y de reprocharle su presunta fealdad. El silencio es cosa peligrosa. Ha sido testigo de otras categorías de vida: el suicidio.
Beatrice no alcanza ni a poner sus libros encima de la mesa cuando la bibliotecaria anuncia con voz prepotente que ya cerrarán el lugar. ¿Qué sentido tiene la permanencia de una biblioteca ruidosa, con libros precarios y de horario tan reducido? Al parecer la universidad la conserva por mera obligación humanista.
El retorno al hogar es largo y tedioso. Beatrice debe recorrer calles sombrías en las cuales personas sin rostro eyaculan gritándole efusivamente los deseos más incestuoso que esconden. Cada vez que Beatrice escucha esta sorda y secreta algarabía, piensa a estas personas difuminadas en el anonimato, enterradas, en un futuro no muy lejano, en otra anónima tumba. En muy poco se diferencia el deseo sexual al deseo de thánatos.
Luego toma un tren atestado de anónimos.
-Seguramente, este es el momento más feliz del día de algunos pasajeros deseosos de sentir una carne ajena contra la suya. Para mí, es el más detestable. No veo la diferencia entre una morgue y un vagón-.
Al cabo de 40 minutos, Beatrice se encuentra en casa. Ningún otro miembro de la familia ha llegado aún. Se dirige hacia la cocina, enciende la luz y encima del mesón de la despensa coloca el cadáver humano que disecciona tarde tras tarde en completo secreto. De él extrae la mercadería que la familia consume diariamente. Comen día tras día rico y variado sin saber, a excepción de Beatrice, de dónde proviene tanta abundancia.
En la tarde de hoy se encontraba encima del mesón un hombre mancebo muerto, de cabello hirsuto, de piernas y brazos larguísimos y de una blancura deslumbrante. Sus facciones eran de una hermosura hipnótica. Beatrice permanece largo rato observándolo, llorando sin lágrimas su mala ventura de no haberlo conocido vivo, lozano, y así enamorarlo y salvarlo de ser diseccionado por sus manos de Circe. Tomando aliento, Beatrice se da valor repitiéndose la letanía: -yo soy el panteón de todos los bellos-, y con el bisturí hace el primer corte transversal en la caja torácica. Emanan feromonas. Junto con el segundo corte en el tórax, aparecen los primeros arbolillos amarillos de los pulmones del cadáver. En cada corte, este se iba poniendo aún más hermoso. Dándose valor, Beatrice arranca con esfuerzo la tapa del tórax. Siente ganas de hacerle el amor y de conseguir un orgasmo que logre embarazarla; pero se aguanta para cuando vuelva a cerrar su tronco y lo cosa para siempre con los hilos de su cabello. Mientras tanto, aprovecha de arrancarle el corazón para enfrascarlo en un recipiente. Logra ubicar su posición y cuando lo agarra se le resbala de las manos y cae ensuciando el suelo de cerámica, aún retorciéndose en pequeñas palpitaciones, como si fuese un vago recuerdo de que algún día tuvo vida. Beatrice lo besa con ternura y queda con los labios pintados de rojo. Tan solo le queda extraer lo que sobra: un tejido orgánico amarillo-verdoso, semi líquido con forma de seso. Esto es lo que la familia suele comer de merienda tan gustosamente.
Ya vaciado el cuerpo del difunto, es colgado en el frigorífico que almacena otras almas masculinas capturadas por Beatrice. Cuelgan y oscilan de un extremo a otro, simulando una forma de vida. Pero cualquiera podría ver que son cuerpos inasibles luego de concretar aquella soledad que se insinuaba en sus comisuras, cada vez que llenaban sus días con pequeños actos insignificantes.         

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