-Cada noche, antes de quedarme dormida, pienso en la muerte-.
Sibila ríe a carcajadas por el comentario de Beatrice y tal como muchas
otras veces se ha burlado de su filosofismo, no pierde la oportunidad para
reiterárselo:
-Tú y tus intentos filosofistas, ¿por qué siempre te empeñas en parecer
profunda?-
-Aquello me pasa desde cuando me contaste que las cenizas de un cadáver
pueden fundirse hasta convertirse en piedra ¿te imaginas llegar a ser una
piedra?
-Como sea; acompáñame al baño.
Es en ese momento cuando Beatrice comprende que en pocos lechos se han
procreado mentes brillantes y que su propia concepción se dio en aquellos que
son mayoría, en aquellos tálamos que albergan una cópula prosaica,
infinitamente repetida en todas las épocas y lugares. Las condiciones fortuitas
que han dado lugar a la gestación de un cigoto de mente brillante se han dado,
a su vez, en prosaicos casos. Pero ella no fue ninguna de esas mórulas, ni
mucho menos Sibila, su compañera de clases. Sin embargo, en ella crece la sorda
convicción de conocer a un genio y convertirse en la parte más íntima de su
vida. Una que otra vez se ha topado con algún sujeto portando entre los ojos la
marca característica de la lucidez; no obstante, se aleja sufriendo la
vergüenza de la mediocridad de su vida y, al mismo tiempo, se retrae en el
confortable recuerdo voyerista del fortuito encuentro.
En todo aquello pensaba y ya se había olvidado de la petición de Sibila.
Al parecer, su compañera se cansó de esperar a nuestra protagonista, y a pesar
de que odiaba ir sola al retrete apuró el paso compungida hacia las cabinas,
refunfuñando, como usualmente lo hacía, por el típico individualismo de
aquellos que comulgan con el academicismo. Por su parte, Beatrice aprovecha el
instante de soledad para leer en la biblioteca. A esto sus compañeros le llaman
peyorativamente “producir, producir y producir”. Cruza el jardín de la
universidad, que más bien luce como balneario, y observa un considerable número
de estudiantes desparramados en el césped, fumando aletargados, con sus ropajes
veraniegos, siempre forzadamente núbiles. Muchos cabellos largos y dóciles,
muchas carcajadas juveniles: un cuadro típico que un anciano evocaría en su
mente con un suspiro nostálgico dedicado a esa juventud ideal y lozana.
-En principio- cavila Beatrice- lo lozano se opondría a lo decadente, a lo
ajado; sin embargo, ocurre algo similar con la oposición entre el blanco y
negro: cuando hay ausencia de colores surge una nada incandescente; mientras
que cuando hay un exceso de estos, emerge un vacío espeso. Entonces, tenemos
una nada incandescente y un vacío espeso que se constituyen de la misma onda
electromagnética: colores. En el caso de los conceptos, si tenemos dos
antónimos, la relación que existe entre ellos es la misma sustancia que los
significa. De modo que si se constituyen de la misma sustancia ¿no serán acaso
conceptualizaciones idénticas? Ankang y Viña del Mar son antípodas, pero no por
esa circunstancia geográfica sus habitantes dejan de pertenecer a una misma
especie…-
Entonces, muy poco importaba si era decadente o lozano el panorama en el
patio de la universidad; lo realmente evidente era que Beatrice percibía en sus
coetáneos esa voluntad de aferrarse a una actitud juvenil, que a través de las
generaciones se ha relacionado con el antónimo lozano/ajado. ¿Qué ocurriría
estando fuera de ese orden binomio?
El césped termina y la vereda de cemento pintada con consignas como
“educación digna, gratuita y de calidad para todos”, da paso a la entrada
principal de la biblioteca. A Beatrice le parece absurdo que a su costado haya
un bullicio de edificio en construcción.
-Sin duda- vuelve a cavilar- el silencio es rehuido en la gran mayoría de
los espacios sociales, incluso en las bibliotecas, lugar que por antonomasia se
reconoce como sitio de concentración, encuentro, intimidad silenciosa con los
amigos petrificados en libros. El silencio encuentra muchos enemigos debido a
su carácter revelador: cuando la persona prosaica se halla sin adornos que
sobrecarguen su realidad, por primera vez percibe que inspira y espira. Aquella
esencialidad de toda vida atemoriza por su precariedad aséptica, pues no ofrece
ningún remedo al cual aferrarse, ni ninguna madre ofreciendo su regazo. El
silencio es el espejo de las almas: estas al reconocerse en su reflejo pueden
regocijarse o espantarse-.
Beatrice concluye que es la segunda posibilidad la que abunda en la
ciudad y en ella misma. Sube al segundo nivel de la biblioteca sumergida entre
la algarabía de las conversaciones de sus compañeros y el repicar de los
taladros impasibles de la construcción de afuera. Toma asiento en un pupitre
desocupado al lado del ventanal que muestra a sus anchas una plácida laguna que
nada tiene que ver con alguna actividad intelectual, y no puede evitar
rememorar aquellos momentos cuando llega a su casa deshabitada.
-Lo primero que hago es encender la tele, una luz o el computador- se
dice en voz baja.
No le agrada este descubrimiento desapercibido de su vida íntima y se
propone evitar continuar con ese hábito, pero en el fondo sabe que de todos
modos no podrá remediar sus ganas de encender el computador, pues los espíritus
sigilosos de su casa no pararán de martirizarla y de reprocharle su presunta
fealdad. El silencio es cosa peligrosa. Ha sido testigo de otras categorías de
vida: el suicidio.
Beatrice no alcanza ni a poner sus libros encima de la mesa cuando la
bibliotecaria anuncia con voz prepotente que ya cerrarán el lugar. ¿Qué sentido
tiene la permanencia de una biblioteca ruidosa, con libros precarios y de
horario tan reducido? Al parecer la universidad la conserva por mera obligación
humanista.
El retorno al hogar es largo y tedioso. Beatrice debe recorrer calles
sombrías en las cuales personas sin rostro eyaculan gritándole efusivamente los
deseos más incestuoso que esconden. Cada vez que Beatrice escucha esta sorda y
secreta algarabía, piensa a estas personas difuminadas en el anonimato,
enterradas, en un futuro no muy lejano, en otra anónima tumba. En muy poco se
diferencia el deseo sexual al deseo de thánatos.
Luego toma un tren atestado de anónimos.
-Seguramente, este es el momento más feliz del día de algunos pasajeros
deseosos de sentir una carne ajena contra la suya. Para mí, es el más
detestable. No veo la diferencia entre una morgue y un vagón-.
Al cabo de 40 minutos, Beatrice se encuentra en casa. Ningún otro miembro
de la familia ha llegado aún. Se dirige hacia la cocina, enciende la luz y
encima del mesón de la despensa coloca el cadáver humano que disecciona tarde
tras tarde en completo secreto. De él extrae la mercadería que la familia
consume diariamente. Comen día tras día rico y variado sin saber, a excepción
de Beatrice, de dónde proviene tanta abundancia.
En la tarde de hoy se encontraba encima del mesón un hombre mancebo
muerto, de cabello hirsuto, de piernas y brazos larguísimos y de una blancura
deslumbrante. Sus facciones eran de una hermosura hipnótica. Beatrice permanece
largo rato observándolo, llorando sin lágrimas su mala ventura de no haberlo
conocido vivo, lozano, y así enamorarlo y salvarlo de ser diseccionado por sus
manos de Circe. Tomando aliento, Beatrice se da valor repitiéndose la letanía:
-yo soy el panteón de todos los bellos-, y con el bisturí hace el primer corte
transversal en la caja torácica. Emanan feromonas. Junto con el segundo corte
en el tórax, aparecen los primeros arbolillos amarillos de los pulmones del
cadáver. En cada corte, este se iba poniendo aún más hermoso. Dándose valor,
Beatrice arranca con esfuerzo la tapa del tórax. Siente ganas de hacerle el
amor y de conseguir un orgasmo que logre embarazarla; pero se aguanta para
cuando vuelva a cerrar su tronco y lo cosa para siempre con los hilos de su
cabello. Mientras tanto, aprovecha de arrancarle el corazón para enfrascarlo en
un recipiente. Logra ubicar su posición y cuando lo agarra se le resbala de las
manos y cae ensuciando el suelo de cerámica, aún retorciéndose en pequeñas
palpitaciones, como si fuese un vago recuerdo de que algún día tuvo vida.
Beatrice lo besa con ternura y queda con los labios pintados de rojo. Tan solo
le queda extraer lo que sobra: un tejido orgánico amarillo-verdoso, semi
líquido con forma de seso. Esto es lo que la familia suele comer de merienda
tan gustosamente.
Ya vaciado el cuerpo del difunto, es colgado en el frigorífico que
almacena otras almas masculinas capturadas por Beatrice. Cuelgan y oscilan de
un extremo a otro, simulando una forma de vida. Pero cualquiera podría ver que
son cuerpos inasibles luego de concretar aquella soledad que se insinuaba en
sus comisuras, cada vez que llenaban sus días con pequeños actos
insignificantes.
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