jueves, 22 de mayo de 2014

Advertencia para no leer poesía en la calle



-¡Poesía! ¿¡Es poesía!?- me dice un vagabundo al ver mi libro luego de que un hombre anciano se hubo acercado a mí hace un momento por haber visto que estaba leyendo poesía.
El hecho transcurrió así:
Atraída por la melodía de jazz que llegaba desde la plaza Quintana hasta mi cuarto, me dirigí a la Quintana de Muertos para leer mis textos en la placidez del mediodía y de la música. Abro la primera página del compendio de poemas y no pasa ni un minuto cuando este anciano se acerca a mí, atraído también, pero por el ansia de hablar sobre lo que más aparenta saber: poesía.
-¡Poesía! ¿¡Es poesía!? Siempre que veo a alguien leyendo poesía en esta plaza me llama la atención, porque tengo escritos varios poemas sobre esta plaza y tal. Tengo publicados cinco libros de poemas sobre Santiago de Compostela…¿Qué lees?
-Poemas de Duque de Rivas, Larra, Zorrilla, Espronceda…
-¡Vaya! ¡Espronceda! Me gusta Canto a Teresa…
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto corazón herido?
¡Ay! que de aquellas horas de alegría
Le quedó al corazón sólo un gemido,
Y el llanto que al dolor los ojos niegan
Lágrimas son de hiel que el alma anega…
Él estaba enamoradísimo de Teresa, aunque se portó muy mal en Portugal…
-¿Espronceda se suicidó por ella?
-¡No! ¡Qué dices! Ese fue Larra, pero qué más da… Espronceda fue hijo de militar, nacido en Extremadura, tuvo una vida, bueno…bien agitada.
Y así siguió hablando imparablemente de Espronceda; luego fue el turno de Duque de Rivas, hasta que en su soliloquio se dio cuenta que me tenía en frente y se dio cuenta también de que no era gallega.
-¿De dónde eres?
-De Chile
-Chile, Chile… déjame hablarte de Chile…espera, espera: desierto de Atacama, Arica, Iquique, Antofagasta, Chaquicamata…
-Chuquicamata
-Chuquicamatá, La Serena, Valparaíso…espera, espera…Viña del Mar
-Yo soy de Valparaí…
-Sí, sí, queda cerca de Santiago…espera, espera, que hace cuarenta años que lo estudié…Linares, Concepción, después viene Temuco…¿Temuco es de la Araucanía? Después viene Puerto Montt, Valdivia.
-No, Valdivia está antes
-Ah, sí, sí sé que Valdivia está antes, hasta allí llegó Pedro de Valdivia
-Sí y…
-Espera, espera, después viene Punta Arenas y unos archipiélagos que no recuerdo cómo se llaman…y Chile tiene escritores muy buenos…Gabriela Mistral, Pablo Neruda, ambos ganadores del Nobel- y comienza a recitar Desolación y luego Poema 20, y por si fuera poco, Walking Around. No niego que en ese momento sentí un leve orgullo por tener una remota relación con Neruda, cual es haber pisado al menos el mismo suelo. Neruda cuando habla desde su particularidad es un poeta universal, constituyendo el arquetipo de poeta que al menos los chilenos tienen en sus mentes. Por su parte, este hombre anciano ya me estaba comenzando a estremecer, porque en su insistencia por seguir diciendo todo lo que sabía a partir de lo que yo respondía, dejaba entrever su desesperación por aferrarse a alguien que le confirmara la existencia de su sombra proyectada en el suelo. Ese tipo de personas me produce el sentimiento incómodo de la lástima.
Mientras discurría sobre esto, el caballero seguía hablándome, y yo me sentía culpable por sentir la necesidad utilitarista de que se marchase pronto para poder seguir avanzando en la lectura y así tener libre la noche para poder ver una película. Sin embargo, cuando me propuse escuchar más detenidamente su perorata –que entremedio contenía la recitación de algún poema y la reseña biográfica de algún autor- me percaté de todo el sentido que le asignaba a ese texto del que estaba hablando y que para mí no era más que prosa de un exagerado patetismo de un hombre encerrado en los límites de una sociedad mojigatamente cristiana. Recuerdo que el poema que recitaba era “La muerte es la vida” de Gabriel Álvarez de Toledo. Este anciano desconocido que tenía en frente de mí estaba deseoso de decir todo lo que sabía para explicar su absurdo deambular. Ante su emergencia, de pronto me sentí ridícula en mi propósito de leer rápidamente la antología de poesía romántica española del siglo XIX. En esto, el hombre comienza hablar de sus cinco libros publicados y el valor de uno de ellos no tanto por sus “excelentes poemas” -como él mismo enfatizara- sino que por sus excelentes dibujos que servían como recorrido por los edificios más importantes de Santiago de Compostela.
Como no veía respuesta en mí, me ofreció hacer su firma en mi compendio de poemas, dejando ver en la expresión de su rostro como si fuese un privilegio que me estaba dando. Yo accedí. Y mientras que hacía su firma, lo observé detenidamente y vi la fragilidad de su larga vida colgando solo en este momento enfrente de mí, haciéndole una firma a una extraña que pensaba todas estas cosas sobre él. Un anciano que me parecía niño huérfano. Quise saber algo más de este perdido y le pregunté su nombre.
-Manuel Raíño…Manuel Raíño- lo repitió como si fuese el de otra persona, un nombre que leía en una lista o en una lápida de un desconocido. Y me mostró su firma, hecha con meticulosidad.
-Ya ves por mi firma que dibujo bien.
-Sí, señor, buscaré su libro en alguna librerí…
-Está en la librería de Toural, debe valer 7 u 8 euros, solo queda “Poeta en Compostela”.
Y siguió hablando, mucho, tanto que notó mi incomodidad, pero no le importaba, seguía hablando a pesar de mi silencio. La gente muchas veces me ve como una hoja en blanco a la cual pueden plasmarle todo tipo de cosas. Todo por mi silencio.
Yo le decía “bueno señor, debo seguir leyendo”, pero por encima de esta petición, él superponía su voz por encima de la mía para seguir hablando de sus publicaciones. Cinco veces tal vez ocurrió lo mismo. Entre muchas otras cosas, me contó que estaba haciendo la hora hasta las 15:00 pm porque no quería despertar a su hija que había tenido turno de noche en el hospital. Nuevamente, vino a mí la desagradable idea de su orfandad, de su arrojamiento y necesidad de arrimarse a mí como última alternativa.
-Bueno, fue un gusto haberte conocido
-Para mí también, me llamo Fernanda…
No alcanzó a escucharlo, pues no esperó a que me despidiera cuando comenzó a bajar los escalones de la plaza. Mi oración quedó flotando de un modo torpe, devolviéndome toda la vergüenza que yo sentí por él. No me quedó más que observar cómo bajaba los escalones y cruzaba dubitativamente la plaza que antes era un cementerio. Su cabeza se veía perdida pensando a qué lugar ir, qué calle tomar, si la rúa Conga o a las Platerías, pisando las tumbas sepultadas por el cemento de granito que ahora simula el suelo de una plaza de encuentro dominical. Lo veo ignorante en cuanto al tiempo que le faltará para estar bajo el cemento que pisa. Por mientras, qué le sostiene, quién le sostiene…yo le sostuve, pero le dejé ir, porque solo gusto de contemplar a lo lejos. Perdido está ese hombre y yo lo volví a empujar a la marea solitaria, lo devolví a su tiempo perdido que anda buscando entre juegos mentales de rememoración de lo que cree saber, que anda buscando entre palabras que no le devolví. Allí se volvió a perder por la rúa Conga, y mi hoja de poemas sigue atrayendo a más perdidos que me sonríen como si fuese su última alternativa a la cual arrimarse. Mejor escondo los poemas para no volver a desengañar a otro. Mientras tanto, el guitarrista de jazz sigue tocando imperturbable, esta vez “Summertime”.        

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